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Estabas en el catre contemplando las volutas del incienso cercando la
lámpara de cristales descabalados, tonos ambarinos y escarlata que rebotaban una
luz apacible en las paredes del estudio. Podías abandonarte a dos impulsos, al
que nacía de tus destartaladas honduras que descubrían la reminiscencia, o a la
otra, que para tranquilizar la conciencia venía vagamente de afuera. Mientras
barajabas estas dos operaciones te limitabas al trabajo de catalogación en el
laboratorio farmacéutico. Era un mes gris de invierno donde las complicidades
del blog habían sido deliberadamente olvidadas. Una sutil armonía entre
personas de un mundo de acción-ficción, comentarios amables a lo que estaba por
asomarse concediendo muchas veces escasa importancia a la memoria. Tampoco
estimabas esta facultad que consideras un detrito de la conciencia con el cual
aderezar el presente. Aderezos con vocación trascendente que avanza y retrocede
deshaciendo poemas o descomponiendo en anécdotas los saltos aparentes de
ciertos objetos, la naturaleza o el movimiento con el que trabajan pintores y
filósofos. Espasmos que rendían pleitesía a un origen, a un signo retroactivo,
consecuencia invisible de una nostalgia anterior al origen y a cualquier
individuo o civilización. En cambio aquella fría tarde de invierno recostado en
el catre, escuchando el sonido profundo de la sirena de los barcos zarpando y
arribando mientras te sentías islote anheloso de hacerse a la mar. El animal de
tu mente brillaba.
Un hombre se sentó a tu lado mientras el tren se ponía en marcha. Le
temblaba un poco un párpado. Parecía feliz, parecía un viejo de treinta años.
Miró la hoja en blanco que soportaba sin queja el peso de tu mano muerta
hasta que dijo a modo de reproche ¿Escribes? y reprimiste la materia risible
con educación. Y entonces tu fantasía dirigió la conversación mencionando una
desazón y falta de motivación al dar rienda a la escritura. Una voluntad
truncada tras varios años gloriosos y aquí hubiste de torcerle la mirada, años
de excelentes libros interrumpidos por un sentimiento extraordinario.
Desconocías el impulso que venía de afuera, el estereoscopio interés de las
personas que te leían y te paralizabas angustiosamente. Entonces conmovido por
tu relato te habló con satisfacción de su novia que impartía clases en un
taller de escritura. No contabas con esa jugada del destino pero la vida no
tiene reglas e ibas a aceptar la reseña. Ainara, calle de Falperra número
cuatro entresuelo, muy cerca de casa. Demasiado. Pero él no se lo merecía, ella
también sabía que no se lo merecía. Pero la primera vez que la tomaste no hubo
objeción, aunque se resistía le clavaste la mirada atenazando en sus ojos de
azul imposible escapatoria alguna. Lo de ojos de un azul imposible venía de una
brillante alumna del taller que odiabas por supeditar la creatividad a términos
mecanicistas y a la estricta teoría como un virus deconstructor. Cuando ibais
los tres al teatro tenía la manía de desnudar los gestos de los actores con
suma corrección política. El resto de compañeros del taller sufrían una
enfermedad similar. Un niño moría en su interior en el proceso y tú no podías
sacrificar el animal mental ni dejar entumecer sus zarpas por más tiempo.
Tenías que comprender y aún más sentir aquellos mundos simultáneos y
ajenos. Pieza a pieza entraban en tu reloj. Aunque el movimiento era difuso.
Intentabas fijar la amalgama de unos perfiles ostensibles que no se dejaban
aprisionar por palabras. Aquel taller daba demasiada importancia al hecho de
escribir y simultáneamente ser leído. Convertir en espectáculo cualquier acto
comunicativo. Entonces viste la presa adecuada, no había concesión a la duda.
Resplandecía al fin tu pieza. La mueca de caimancito al estrechar la mano de
aquella reputada eminencia de las letras, que tras una ligera y estricta conferencia,
moderna y, con un estilo periodístico pseudoprogre plagado de cacofonías
mediáticas, colmado de varias larvas hábiles escociendo los intelectos de los
alumnos. El método Levreriano, las funciones de Vladimir Propp y el aire de los
cuentos de hadas. Apoyada por un amplísimo prestigio C.P. satisfizo la ambición
de Ainara pero pusiste a prueba su paciencia. Sabías que no se lo merecía.
Sabías que el hábito de pensar cohíbe e inmuniza el contacto real y querías
sentir con aspereza todo aquel muestrario de piezas. Casi añorabas a aquellos
desconocidos acompañantes de blog con los que coagulabas mundos solitarios como
el tuyo. Transmitiendo con más precisión y encarnizamiento que aquel simulacro
de docencia, amancebamiento y obediencia de funciones predestinadas a acabar en
una última cena. Te brindaban la ocasión.
Obligado por la ventaja de tus artes culinarias volviste a estrechar la
mano y besar a la eminencia, frenando la nausea ante la fachada del diálogo,
cruzaste el edificio y a decir verdad empezaste a embriagarte antes de derramar
una sola gota. Ella estaba muy interesada en la elaboración de la cena que
habías fijado para esa noche. Además no era indiferente al desvelado interés
por su tesis de lenguas migratorias en la antigüedad. Así que le anunciaste a
Ainara la necesidad de quedaros a solas para profundizar y aprovechar las horas
de cocina. Hizo un ademán con el índice dibujando un arco del que colgaba su
confianza. Percibía una inusitada alegría en tu temperamento e ignorabas si
explicaba el enfriamiento de la relación y esperaba sencillamente la cuadratura
del círculo. Te volviste como un trompo mientras anunciabas a las once personas
que había esa tarde en el taller la extensión de una velada. Irían. En casa a
solas los botones de su blusa se dispararon y respiraste una delirante
secuencia de golpes desconcertantes. Quedaban cinco horas para encontrar la
recta y exacta fórmula que encumbrara la velada. La habitación se movía y
aprovechaste su sofoco para ir al mueble bar, sacar un ron y poner en su vaso
unas gotas de dietilamida que sustrajeras del laboratorio químico. La velocidad
del acontecimiento reducía la pavura. Tras beber la tercera copa la golpeaste
más pero su rostro sin sobresalto cedía terreno a la ansiedad y se integraba al
demonio convulso del sexo que no aflojabas mientras endurecías los nudos y su
humanidad se hacía pedazos con un breve sollozo. La danza acabó.
Una fuerza sobrehumana te impulsó a besar su boca extinta y apreciaste un
ardor en la garganta que casi te estranguló. La droga suministrada todavía
fluía en su carne. Un breve instante de indecisión te proporcionó el secreto
del banquete, y eso bastaba. La fusión onírica de una realidad ingenua con sus
sombras. Cortar para ver. Serraste ambas piernas. Decapitación, marcar la
superficie, desollar, obviar pies y manos, los trozos tiernos iban directos a
la gran cazo, sal, pimienta blanca, cayena, ajo y pimentón dulce. Con
precaución abres desde el esternón hasta el ano retirando los intestinos. Un
corte en la axila y rompes la articulación del codo. Aquí obtendrás una
deliciosa carne. Del tronco extraes la espina dorsal serrando desde el cuello
hasta las nalgas. Un espectáculo maravilloso sobre el fuego pero el cuarto de
baño necesitaba una limpieza exhaustiva. Quedaba una hora. De modo que al
llegar los invitados, los arrastraste a disponer y acomodar el comedor. Ainara
te preguntó por la ausencia de C.P. e improvisaste un compromiso que retrasaría
su presencia dejando un espacio vacío momentáneo, un hueco que habría de
ocupar más tarde dijiste. No sospeches que estará. Observaste el vaho en la
ventana adhiriendo en tono de queja un liquen creciente. Cerraste los batientes. Ya
estaba lista la carne mientras tus compañeros literarios disentían sobre los
juicios emitidos en el taller. Sentados, vieron llegar las primeras fuentes y
objetaron con tono apodíctico la sorpresa de tu extraño asado. Disfrazado en la
embriaguez les acusaste jubiloso de ser animales impíos, meros consumidores,
incapaces de producir alimento. Ni leche, ni huevos. Débiles para llevar un
simple arado y en cambio sin vergüenza alguna para someter a los animales. Así
que dad gracias y disfrutad dijiste.
Fue una velada especial.
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Ciertamente especial. Aunque dios me libre de compartir una velada con tales compañeritos de taller...
ResponderEliminartú eres un joven cuervo, sabrías cocinar con gusto
ResponderEliminarC.C. Rider, acabo de mirar tú perfil y resulta que naciste en el Sur de Inglaterra, yo que nací en Donosti siempre decía que nací allá porque mi ciudad está en el Sur o no...?
ResponderEliminarHay mundos, hay seres, hay tierras y hay exiliados de los nombres.
Un beso
Es muy bueno el giro final, y el modo en el que lo acabas. Pero-me vengo riendo todo el camino-¿acaso no fui yo quién dijo aquello de "los ojos de un azul imposible?...¿Has dibujado un alter ego mío hermanito? ¿o simplemente has cogido la frase, y en el personaje no existe nada de mí? Contesta bien porque el viernes nos veremos las caras... Bico
ResponderEliminarUsted decía "ojos de un azul imposible" ??
ResponderEliminarEl viernes te llevo algo en un tupper si desas.
si deseas, horror, error tipográfico...
ResponderEliminarhorror ... "Buen giro final" ... cada vez que alguien dice esas palabras, una cabeza debería rodar
xD
Marcela; guardo bonitos recuerdos de aquel Sur. Pasaba las tardes en el restaurante de mi madrina llamada Sol.
ResponderEliminar¡Ays! Y yo que empezaba a recordar mi época de vivir en la calle Falperra, en un primero del número seis...
ResponderEliminarNo me invites a cenar, ¡que no iré!
Ja ja ja. Me escapo de otros escritores más breves, pero que pienso más sádicos, y caigo en...
Bueno, mejor te felicito por el texto, y por las fiestas. Y si no las celebras, mi deseo es que seas feliz siempre (celebres o no celebres)
Biquiños.
Carmen