Michael Brown .,,.Caught in the Eye |
“La desaparición del exterior.”
(( mediodía, o despotismo soft ))
Editorial Eclipsados 2012
Antonio Méndez Rubio
Bienvenidos al espectáculo
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(Sobre las nuevas condiciones del estado). Le pasa ahora a la publicidad como
a la propaganda de guerra, y era de esperar que así fuera porque los fines
económicos y los políticos están cada vez más íntimamente unidos a nivel
estructural: que sus dispositivos desbordan todo cauce, todo espacio y tiempo
supuestamente específicos, para realizar un paulatino pero irreversible
movimiento de totalización. Por eso se ha hablado de la emergencia ideológica e
institucional de un nuevo Estado-Guerra, en el cual, “al aparecer el fascismo
postmoderno como totalidad dinámica que se confunde con la realidad, nos está
diciendo que no existe un Afuera desde donde atacarlo y, a la vez, que sólo
puede ser rechazado y destruido en tanto que Todo”(López Petit 2003). En las
nuevas condiciones estratégicas del Estado la publicidad y propaganda se
convierten en resortes cruciales para la gestión simbólica del consenso, el
borrado de toda resistencia pública y la continua reactivación de la guerra
permanente contra la gente y contra la vida
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La hegemonía de la publicidad como
institución y como discurso suele derivarse genealógicamente, y con razón, de
las transformaciones sufridas por el modelo económico mundial a partir de los
años veinte y treinta del siglo XX. El capitalismo eufórico de la primera
revolución industrial se enfrentaba a una crisis de sobreproducción (el llamado
“problema de los stocks”) que requiere no sólo, como se sabe que sucedió con la
Primera Guerra Mundial, un recrudecimiento de la lucha internacional por los
mercados, sino además, y al mismo tiempo, una entera redefinición de las
prioridades del sistema productivo. Lo que se le pide a éste, en una palabra,
es que coloque en su centro la estimulación del consumo a gran escala (de
extensión y de intensidad). La publicidad, como espacio y condición de lo
público, había surgido en los siglos XVIII y XIX preñada de potencialidades
democráticas y dialógicas (así lo ha documentado J: Habermas en su conocido Historia y crítica de la opinión pública).
No obstante, el contexto estadounidense de 1920 creará las condiciones para un
giro decisivo: la publicidad como apertura del espacio público en tanto espacio
de legitimización moderno (Öffentlichkeit)
canalizaba ahora su significado y sus operaciones hacia la prioridad de la
“economía de mercado”
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La publicidad se preparaba así para
ocupar el lugar social que hoy le reconocemos: en el centro del organismo
económico y sociopolítico recibe el encargo de naturalizar y conducir toda
estructura social hacia la excelencia ideal de la moda, el individualismo y la
libertad. Ese desplazamiento estructural, que quedaría definitivamente asentado
a escala trasnacional en la segunda mitad del siglo XX, permitía que la
institución publicitaria ( y sus satélites operativos como las relaciones
públicas, el patrocinio o la propaganda) diera una prioridad sistémica y
“pública” a lo económico que no le había sido reconocida en los orígenes de la
modernidad, al tiempo que esto posibilitaba reajustar las disfunciones
productivas sin que esto dañara (más bien al contrario) los intereses de las
élites empresariales y gubernamentales.
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Sin embargo, el punto débil de este
giro tenía que ver precisamente con el ámbito de lo político como espacio de
los intereses públicos. El estado, responsable histórico de la administración
pública y cuna universalista de la democracia y la “opinión pública” tenía sin
embargo que amparar un protagonismo de la Publicidad (como mediación mercantil)
que colocaba los intereses privados (motores del mercado) en el escaparate del
“gran proyecto consumista”. Apenas un cuarto de siglo después, ya en los años
cincuenta, podía verse con claridad que la
kulturkampf se iba a convertir en el arma operativa del estado capitalista
más maleable y flexible del último tercio del siglo XX. Como ha demostrado
Frances Stornor Saunders (2001), ya a mediados de los sesenta la CIA presumía
de poder cubrir todos los puestos docentes de una universidad entera con sus
analistas, de modo que los años de la Guerra Fría se dedicaron en cuerpo y alma
al diseño de una maquinaria de control cultural que, apoyada en el prestigio
creciente global de la cultura masiva, alardeaba de valores ideales y
humanitarios gracias a la instrumentalización del Arte y la Cultura. De ahí
que, como indicara Richard Elman (citado en Saunders 2001)
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“la CIA no sólo
participaba en una guerra fría cultural de una manera abstracta y puramente
pragmática, sino que tenía en mente objetivos muy bien definidos, y sus
preferencias se decantaban por algo muy concreto: la alta cultura.”
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En realidad, la Cultura y el Estado se
necesitaron mutuamente desde el principio de la modernidad. El diseño elitista
del espacio cultural permitía proyectar un territorio de reconocimiento
público, colectivo, de modo que esa idea de Cultura –con mayúsculas- formulaba
a la perfección el proyecto político del estado-nación moderno: mediante la
conocida ideología de la representación, canalizaba discursos y valores
supuestamente “humanistas” y “universales” (generales) reforzando el poder
administrativo de élites y grupos de poder (sectoriales) que estaban inmersos
en ambiciosos procesos de expansión colonial. El etnocentrismo y la exclusión
mantenían, así, con respecto al Humanismo y (los elementos más agresivos de) la
Ilustración una relación homológica a la que la política autoritaria de
determinadas minorías implantaba sin descanso contra las mayorías sociales de
aquel tiempo (del que nuestro mundo procede en términos históricos) en nombre
de los ideales democráticos.
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Así pues, en la modernidad, la Cultura
y el Estado trabajaban juntos con un fin común: la naturalización y
neutralización de los conflictos sociales. Esto no significa claro está, que
toda manifestación cultural o estética moderna fuera y no pudiera ser otra cosa
que un instrumento de represión estatal. Lo que significa es que las
manifestaciones más poderosas de la Cultura (el Arte, el Gusto, la Educación…)
maximizaron su poder gracias a la convergencia funcional con un modelo de
estructura política que tenía que jugar públicamente las bazas ideológicas de
la igualdad, la libertad y la fraternidad para fundarse como modelo democrático
de progreso. Como planteaba Stuart Mill en sus Considerations on Representative
Government(1861), la minoría instruida” se convierte en un correctivo sobre la
voluntad inculta de la mayoría, un correctivo que asume la misión civilizatoria
de actuar como tutora de los ciudadanos y como su representante a nivel
gubernamental.
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La meta moderna de la “emancipación
humana” pasa entonces por un cierto ideal cultural y estético cuya reproducción
está en manos de los grupos de clases sociales dominantes, especialmente la
burguesía. No es raro que se hayan podido documentar, como han hecho en un
trabajo más que valioso Lloyd y Thomas (1998), frecuentes y conflictivas
manifestaciones de resistencia a la educación de Estado por parte de las clases
trabajadoras y los grupos más en desventaja ante el avance indetenible de la
modernidad. De hecho, está todavía por aclarar con precisión si el monopolio de
la educación pública por parte del Estado (y del Mercado) ha supuesto un avance
sustantivo en la lucha por la emancipación de las clases desposeídas o si, más
bien, ha supuesto un proceso ambivalente de instrucción y a la vez de aplazamiento
de esa expectativa emancipadora (que la sociedad se gobierne a sí misma). El
valor estratégico de la educación, en fin, se entiende en el paso histórico de
la jerarquía aristocrática a la hegemonía burguesa a partir de 1789, pero no
implica automáticamente la caída del elitismo y el autoritarismo a favor de una
sociedad más democrática y más libre. Al contrario, el elitismo y el
autoritarismo quedaron reforzados mediante nuevas clases y nuevos apoyos
estratégicos.
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Como bien explican Lloyd y Thomas
(1998), aquella redefinición decimonónica del espacio político habría sido
inviable sin la política (y la ética) propia de una “cultura del espectáculo”
para la cual, según la perspectiva kantiana, el Sujeto (intelectual y político)
debía ubicarse como espectador o juez desinteresado en relación con lo real –lo
que implicaba, de hecho, que las masas de campesinos y proletarios, de mujeres
y esclavos, fueran incapaces de acceder a la condición de Sujeto desde el
principio. En esa coyuntura, el teatro, como en el caso del estado español
durante el Siglo de Oro, se convertía en el primer espectáculo masivo de la
sociedad moderna, acompañado por otras formas y variantes culturales que
pujaban por el disfrute mayoritario como la novela, el folletón o el melodrama.
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La Cultura, en fin, permitía el
trazado de un ámbito de representación e identificación entre Individuo y
Estado a escala nacional, a la vez que colocaba así en la tarea inmensa de
mantener la vida social en un estadio de heteronomia y subordinación. Visto
desde la óptica de principios del siglo XXI, el proyecto de la modernidad ya se
ha desplegado y ha madurado hasta manifestar sus primeros síntomas de desgaste.
No es extraño que ahora que las fronteras de los estados nacionales se estén
viendo sobrepasadas por las exigencias de una economía y una política cada vez
más globales (o globalitarias, como
diría Ramonet 1998), ahora pues, las ciudades sean más receptivas a la hora de
formular un nuevo foco de acción institucional y estructural. Los códigos de la
“cultura del espectáculo” se han desplazado (regenerándose) del ámbito
preferente del estado-nación al territorio por mementos intercultural y
cosmopolita de la ciudad-empresa, sin que ese desplazamiento requiera que se
resientan los mecanismos principales del sistema político y económico. Más bien
cabría decir que éstos han encontrado en la última década las pistas para un
nuevo régimen de alianzas.
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Por
el camino de “la sociedad de consumo” se llega en suma, a la nueva hegemonía
del estado-guerra y la ciudad-marca. El imperio de la publicidad y la
propaganda cumple aquí la función de legitimarlos. Y esa función se cumple
cotidianamente no ya el aplazamiento sino la negación (por omisión) del debate
público y el conflicto social.
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J.Ibañez “La burguesía tiene vocación
de eternidad. Pero el polvo de las ciudades en ruinas hace crecer las barbas
del Tiempo.”
Debord “La sociedad se ha proclamado
oficialmente espectacular. Ser reconocido al margen de las relaciones
espectaculares, eso equivale ya a ser conocido como enemigo de la sociedad.”
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Allá cada cual con su desaparición!!
Allá cada cual con su desaparición!!
“La desaparición del exterior”
Antonio Méndez Rubio
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allá en la margen derecha
Pedagogía del Oprimido"""://
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