14 de noviembre de 2015

Walter Benjamin (III)



…segunda parte del artículo.


la compasión desde/por/a través de una imagen suscitaba textos como el aquí traído. Walter pensaba que el mundo acabaría bañado en una gran guerra química y no iba mal encaminado, la telerealidad domina ese final, una paz declarada como guerra perpetua, el telos vence al médium.  




Torre Eifel, 1998. HIroshi Sigumoto. (más imagenes del fotógrafo aquí)



Y esta segunda manera de “desplegar” es aplicable a la parábola en cuanto que el lector se complace en alisarla para disponer de su significado en la palma de la mano. Pero las parábolas de Kafka se despliegan de acuerdo con el primer sentido: igual que el capullo se transforma en flor. Por eso el resultado se asemeja a la creación poética. Esto no impide que sus textos no encajen del todo en las formas en prosa de la tradición occidental, ocupando en términos de doctrina un lugar semejante al de la Hagadá(leyenda) respecto a la Halajá(prescripción). No son propiamente alegóricos ni tampoco reclaman atención por sí mismos; están hechos para ser citados, para ser narrados a modo de explicación. Pero ¿llegamos acaso a hacer nuestra la enseñanza que acompaña las parábolas de Kafka y se expone en los gestos de K. y en los ademanes de sus animales? No se encuentra allí, a lo sumo podremos decir que esto o aquello la insinúan. Quizá Kafka hubiera puntualizado que la transmiten en cuanto reliquias suyas. Aunque podemos igualmente afirmar que le abren el camino en cuanto precursores. Sea como fuere, de lo que se trata es de la cuestión de organizar la vida y el trabajo en la comunidad humana. Esta cuestión fue absorbiendo a Kafka cada vez más, al írsele haciendo impenetrable. Si en la famosa conversación de Erfurt entre Goethe y Napoleón éste sustituyó la fatalidad por la política, variando la sentencia, Kafka hubiera podido definir la organización como destino.
Y ésta no sólo se le plantea en la inflación jerárquica de los funcionarios de El proceso y El castillo, sino también de un modo más palpable en los complicados e inabarcables proyectos arquitectónicos, de cuyo venerable modelo se ocupó en La construcción de la Muralla China.
Esta muralla fue concebida como protección para siglos, por lo que el trabajo ineludiblemente requirió la más cuidadosa construcción, la utilización de la sabiduría arquitectónica de todos los tiempos y pueblos conocidos y una sensación permanente de la implicación personal de cada constructor. Para los trabajos menores se podían contratar ignorantes jornaleros del pueblo: hombres, mujeres, y niños que se ofrecían a cambio de una buena paga. Sin embargo, para dirigir a cuatro jornaleros ya era necesario contar con alguien inteligente e instruido en las técnicas de construcción … Nosotros (y hablo en nombre de muchos) hemos llegado a tener conciencia de lo que verdaderamente somos sólo después de descifrar atentamente las instrucciones de los más altos directores, llegando a descubrir que, sin ellos, ni nuestra sabiduría profesional ni nuestro entendimiento nos hubieran bastado para desempeñar la pequeña función que teníamos dentro del gran todo”. Dicha organización se asemeja a la fatalidad. En su famoso libro La civilización y sus grandes ríos históricos Metschinikoff ha trazado su esquema con giros que podrían ser de Kafka. Escribe que “los canales del Yangtse-Kiang y las presas del Hoang-ho son con toda probabilidad el resultado de un trabajo colectivo artísticamente organizado a lo largo de … generaciones … El más mínimo descuido al abrir esta o aquella zanja o al sostener cierto dique, la menor negligencia, cualquier asomo de egoísmo por parte de un individuo o grupo de personas en el mantenimiento de la común riqueza acuífera, dadas las peculiares condiciones, genera males y consecuencias negativas de gran alcance para toda la sociedad. La amenaza mortal pesa sobre los que viven de los ríos exige una estrecha solidaridad entre masas de población a menudo extrañas y enemigas, condena al hombre ordinario a trabajos cuya utilidad pública sólo se revela con el tiempo y cuyo plan muy a menudo le resulta totalmente incomprensible”.
Kafka quería contarse entre los hombres ordinarios. El límite de lo comprensible no dejaba de acuciarlo. Y él no dudaba en imponérselo a los demás. A veces parece próximo a decir, lo mismo que el Gran Inquisidor de Dostoievski: “Por lo tanto, nos encontramos ante un misterio que no podemos comprender. Por ser un enigma tendríamos derecho a predicarlo, a enseñar a los hombres que lo que importa no es la libertad ni el amor, sino el enigma, el secreto, el misterio al que tienen que someterse, sin reflexionar y aun en contra de la propia conciencia”. Kafka no siempre se mantuvo al margen de las tentaciones de lo místico. Una entrada de su diario refleja su encuentro con Rudolf Steiner, aunque sin especificar la postura de Kafka, al menos en la forma que ha sido publicada. ¿Se abstuvo de tomar partido? No parece imposible, si tenemos en cuenta su proceder en los propios textos. Kafka tenía una extraña capacidad para proveerse de parábolas. Sin embargo, no se agota nunca en lo interpretable, sino más bien tomó todas las precauciones imaginables en contra de la exégesis de sus textos. Hay que adentrarse en ellos tanteando: con circunspección, cautela y desconfianza. Es necesario tener en cuenta la propia forma de leer de Kafka, tal como la aplica en la interpretación de la parábola antes mencionada. Y también debemos recordar su testamento. La cláusula ordenando destruir su legado resulta, en vista de las circunstancias inmediatas, tan difícil de justificar y, a la vez, tan digna de cuidadosa reflexión como las contestaciones del guardián de las puertas de la ley. Confrontado cada día de su vida con modos de comportamiento indescifrables y confusas proclamaciones, tal vez quiso al morir pagar al menos a sus contemporáneos con la misma moneda.

El mundo de Kafka es un teatro del mundo. El hombre se le aparece en escena desde un principio. Y lo prueba el ejemplo de que contraten a todos en el teatro natural de Oklahoma. Los criterios con que de lleva a cabo la admisión son indescifrables. La aptitud dramática, que debería primar, no parece tener ninguna importancia. Para decirlo de otro modo: a los aspirantes en general no se les cree más capaces más que de representarse a sí mismos. Que en caso de emergencia puedan ser lo que declaran queda excluido del reino de lo posible. Por medio de sus papeles, las personas buscan un cobijo en el teatro natural, lo mismo que los seis personajes de Pirandello andan en busca de un autor. En ambos casos este lugar constituye el ultimo refugio, lo que no quita para que implique la redención. Pues la redención no es un premio a la existencia, sino la última evasiòn de un ser humano al que, como dice Kafka, “el propio hueso de la frente … hace que el camino” se le extravíe. Y la ley de este teatro se halla en una frase perdida del Informe para una academia: “yo imitaba porque buscaba una salida y no por ningún otro motivo”. Poco antes de terminar su proceso, K. parece tener un presentimiento de la naturaleza de todo esto. De repente todo se vuelve hacia los dos hombres con sombrero de copa que vienen a llevárselo y pregunta: “¿En què teatro actúan ustedes?’ ‘¿Teatro?’, preguntó uno de ellos al otro con un rictus espasmódico de la boca, como pidiendo consejo. El otro gesticuló igual que un mudo en lucha con un organismo resistente”. No contestaron a la pregunta pero todo indica que ésta llegó a afectarles.

Todos de los que de ahora en adelante pertenecen al teatro natural son agasajados en un largo barco encubierto de un paño blanco. “Todos estaban contentos y excitados.” Los extras traen ángeles al festejo. Se apoyan en altos pedestales que en su interior tienen una escalera cubierta por ropajes ondulantes. Son los aparejos de una verbena rural o quizá de una fiesta infantil en la que el muchacho acicalado y ahogado por los lazos del que hablábamos al principio hubiera perdido la tristeza de su mirada. Hasta estos ángeles podrían ser auténticos de no llevar unas alas pegadas al cuerpo. Tienen precursores en la misma obra de Kafka. Uno de ellos es el empresario que sube hasta la red protectora en que ha caído el trapecista en su “primer accidente”, para acariciarlo, apretando tanto su cara a la de él “que las lágrimas del trapecista corrieron también por los de su propio rostro”. Otro es un ángel guardián o policía que en “El fratricidio” se hace cargo del asesino Schmar, quien, “apretando la boca contra el hombro del policía”, se deja llevar lejos y a buen paso por él. Con las ceremonias rurales de Oklahoma se extingue la última novela de Kafka, como sucede con todos los grande fundadores de religiones, reina una atmósfera pueblerina”. A este respecto con mayor motivo podría recordarse cómo Lao-Tsé se representa la piedad, de la que Kafka nos ha dejado una insuperable caracterización en “El pueblo de al lado”: “Las tierras vecinas estarían al alcance de la vista, / para poder oir el contrapunto del canto de los gallos y los ladridos de los perros; / la gente debería morir a la edad más avanzada, / sin haber tenido que viajar de un lado para otro”. Hasta aquí Lao-Tsé. Kafka fue también un autor de parábolas, pero no un fundador de religiones.

Miremos al pueblo que reposa al pie de la montaña del Castillo, desde el cual tan misteriosa e inesperadamente se nos informa del presunto nombramiento de K: como agrimensor. En el epílogo de esta novela Brod menciona que, al crear este pueblo de las estribaciones de las montañas del Castillo, Kafka estaba pensando en una población muy precisa de las montañas del Erz: Zürau. Pero en él nosotros podemos reconocer otro pueblo más: el de una leyenda talmúdica que el rabino relata para responder a la pregunta de por qué los judíos preparan una cena festiva la noche del viernes, durante el Shabat. La leyenda cuenta de una princesa que, en el destierro, lejos de sus compatriotas, languidece en un pueblo cuya lengua no comprende. Un día le llega una carta: su prometido no la ha olvidado, se ha puesto en marcha y ya está en camino para venir a buscarla. El prometido (dice el rabino) es el Mesías, la princesa es el alma y el pueblo en que está desterrada es el cuerpo. Y, como no puede comunicar de otro modo su alegría al pueblo (porque no la entenderían), le prepara una comida. Este pueblo talmúdico nos transporta al corazón del mundo kafkiano. Pues tal como vive K. en el pueblo de la montaña se haya convertido en una sabandija. Lo extraño (la propia otredad) se ha apoderado de él. El aire de este pueblo sopla en la obra de Kafka y por esto no ha caído en la tentación de fundar una religión. A este pueblo pertenece también la pocilga de donde emergen los caballos para el médico rural, el sofocante cuarto trasero en el que Klamm, con un puro en la boca, está sentado frente a un vaso de cerveza, y también la puerta del palacio que, al golpearla, trae aparejada la ruina. El aire de este pueblo no está limpio de todo aquello que no llegó a cuajar o bien se pasó de maduro y que, corrompidos, se mezclan. Éste es el aire que Kafka debió respirar en su día. No practicó la adivinación ni fundó religiones. ¿Cómo pudo soportarlo?



SOBRE LA
FOTOGRAFÍA

WALTER BENJAMIN
ed.  PRETEXTOS 



HIROSHI SUGIMOTO

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