“La polilla de Hércules”
Confuso
por un amor que era obra suya, se encerró en sí mismo, como Queequeg, y se
preparó para la última etapa de aquel amor tan profundo…
Abandonaba su casa. O, más bien, la casa
que albergaba sus pertenencias. Todos aquellos accesorios bellos y singulares
cambiados por lo remoto e indómito. Indómito como los cabellos del Bautista. Se
rió de aquella noción y se deleitó en el recuerdo de unas manos pequeñas que
volvían las páginas del Libro de la Vida. Pues allí, entre las representaciones
de los píos y los civilizados, estaba el amado bárbaro, el grito en la selva,
que se alimentaba de oraciones y cigarras. Cómo le repelía y le fascinaba la
imagen de ese grito. Aquel recuerdo fragmentado lo conmovió. Pues había
olvidado por completo las horas que había pasado contemplando aquella figura
poseída y solitaria.
También él experimentaba una
transfiguración, una llamada por la que sacrificaría su propia cabeza; la colocaría
en una bandeja, sin queja ni remordimiento. Pues nada deseaba más que librar su
alma para que ella atravesara el trono como una bala negra o gateará cual bebé
por una mantita.
Cogió el libro que había subido a bordo,
una guía de los insectos del hemisferio sur. Se quitó el abrigo, un abrigo de
terciopelo verde. Al pasar las páginas, se fijó en una parte raída de la manga.
Y cómo parecía relucir como la piel de un ala envejecida. Centró su atención en
el libro que tenía en la mano: láminas a color con leyendas en negro. Buscó a
su libertadora, la mariposa Reina Alejandra, pero otra imagen atrapó su mirada.
Coscionera
hercules. Envergadura alar:
35 centímetros. ¡Allí estaba su campeona! No una mariposa, pero sí
extraordinaria. La polilla de Hércules. Para adquirir la fortaleza de los
siglos. Convertirse en lo que no era. Un físico de dios; un vigoroso principio
desplegándose en la noche. Extrajo una cuchilla de su cartera, cortó la lámina
con cuidado y la dividió en cuatro.
Se puso la colcha de Tío sobre los hombros
y subió rápidamente a cubierta. El cielo estaba negro y reluciente, como si
acabaran de untarlo con alquitrán. Puntos que quemaron la negrura crearon la
Cruz del Sur. Su mirada atravesó aquellos puntos, flechas diminutas en las que
ardía el seductor veneno del amor. La Cruz del Sur. Una señal prodigada a un
cielo glorioso. Una señal de ojos, labios, infinito vigor. Alargó la mano y
aprehendió un ala, una antena y otra ala como ofrenda, mientras murmuraba: “Querida,
mi preciado mito, mi dios…”
La polilla de Hércules, con un vestido de
hierro. Al inclinar la cabeza, notó que algo le rozaba la mejilla. Era su
propia pestaña, que él cogió con la delicadeza de un coleccionista.
EL MAR DE CORAL
Patti Smith
Traducción
de Rosa Pérez Pérez.
Ed.
Lumen. 2012.