Los recuerdos eran como vasos de extraños licores que al beber me empujaban por una pendiente implacable. Sería por esta doblez que incurría mi alma, por la que me sentía tan a gusto trabajando en el faro de esta isla llamada Ibha. Sin más visita que los rudos pescadores que usaban la escollera de embarque para reparar sus aparejos blasfemando de despecho ante lo que el mar les negaba. Mi trabajo de farero era rotado trimestralmente con Mateo. Un pintor fascinado por despejar los enigmas de la creación mediante lienzos. Su último trabajo presidía el pasillo de entrada. Se trataba de una escena siniestra en la borda de un ballenero en el cual unos marineros apaleaban escualos tiñendo las velas y salpicando el agua de sangre. Mi afición en cambio era bien diferente. Cultivar la soledad. Pensaba siempre que aquella iba a ser mi última estadía y trataba de fijar en mi mente los perfiles de las nubes, sus colores y el ánimo del océano. También adornaba el sombrío vestíbulo de la morada con flores silvestres. La lentitud, el sosiego, la quietud unificadora urdía una resina, un ligamen ávido que consistía en juntar los pedazos rotos de mi corazón. Aunque a veces, los recuerdos, el vaho de cierto alcohol que me precipitaba por la pendiente y la sed. Sentía que aquellos recuerdos eran falsos, flotaban y se tornaban ajenos a mi vida.
Un día caminando por una ladera espléndidamente florecida por retamas, yerbas que acariciaban mis tobillos y el aroma del espliego penetrando en mis pulmones tras varias jornadas de colosales tormentas y vientos feroces, me arremetió uno de aquellos recuerdos. Debido supongo a la presión de esos días de impetuosa borrasca y dificultad del funcionamiento del faro. Bajé hasta una orilla y me senté en el casco de una destartalada balandra, despintada y de maderas churruscadas. Apresé el recuerdo e intenté avivarlo con la brisa. Enfocaba mi gesto en el espejo del aseo de un tren de vuelta. No recuerdo la fecha. Para esas cuestiones siempre he sido torpe o descuidado. Escenificaba en la expresión, el reproche y el desencanto, en el gesto, un inmutable agotamiento. Volvía de mis tres meses en tierra. Tengo la impresión de que era junio. Me descalcé y metí los pies en la mar que el céfiro alisaba y permitía ver con sumo detalle el fondo. En cambio la interpretación de aquel pasado, de la joven que me puso a merced de los abismos, criatura de vitalidad desbordante me parecía del todo artificial pues me despojaba de la propia. Liliana arrojó al mar mi corazón. Escudándose en su inexperiencia cristalizó así mi alma. Miraba al espejo que deformaba el romance, absorbía las sensaciones y resoplaba una emulsión petrificante. Empero los espejos son porosos. Sería por esta cuestión que me abrigaba en la soledad del faro. Me dejaba acunar por sus giros. Al llegar la noche se accionaba la guía tolemaica. Limpiaba las cristaleras y regulaba el depósito de mercurio. Permanecía contemplando absorto la aparición de las estrellas que relucían pureza. Centelleaban sobre el horizonte con una nostalgia amable inmovilizando el tiempo y el mundo. Pero ahora estaba encima del esqueleto de un balandro, renqueante y moribundo y mi mente leprosa allí lo mismo a la distancia. Era Liliana bromeando agazapada en su adolescencia del todo indulgente cuando deshacía la valija y reía mis canas, mi piel bronceada por el océano y los rayos de luna. Me sorprendía al recordar un parecido en el aletazo de su mirada con Isabel. Ante la inercia mía de quitarme la ropa e ir al encuentro del confort y la limpieza. Descorchaba mi cuerpo y recibía el adiestramiento tanteado. Domesticando los espejismos en alta mar. Andaba hasta el otro extremo del pasillo y entraba transformado, comprendía desganado y redimido a la par sosteniéndome a la evidencia. Resolvía los detalles casi idénticos y los rincones de castidad bosquejaban los inevitables paréntesis, integrándose los pedazos abandonados y el esmero de los cuerpos. Quisiera recordar con exactitud si pudiera. Tener memoria de elefante. Su misterioso rito al momento de morir. Porque cuando un elefante siente que llega su hora se aparta de la manada. Elige un acompañante y se adentra en la sabana. Cuando llega al término acepta, dando varios círculos imaginarios, su hora. El compañero regresa con la manada. Pero yo ahora estaba encima del balandro. Llegaba mi hora y debía subir al faro. El cielorraso dejaba caer el sol.
En el lado este de la isla reinaba un silencio oscuro y la rivera parecía la entrada de un mar inhabitado y vacío. En un extremo se encontraba el embarcadero mientras que en el lado opuesto desembocaba un rio vigilado por la casucha del farero. Allá lejos estaba el litoral del continente. El sol se hunde ennegreciéndo la cúpula celeste, dejando una pincelada amoratada en el horizonte que se iba diluyéndo a medida que iba vaciándose mi botella y mi atención se desviaba de las luces del mástil de popa de un petrolero que se encaminaba hacia la profundidad. Atrás quedaban los días de luchas contra la tempestad. La defectuosa visibilidad y comunicación con los barcos. Pero esa noche había arriba un asombroso dibujo de constelaciones. Rosa, me daba la espalda cuando clavaba su ojo en el telescopio. Fijaba con precisión los lentes en la galaxia M31, Andrómeda, y me hablaba de las elegantes espirales logarítmicas allí impresas, tanto como en la concha de los nautilos como en la flor que su nombre defendía. Me puse en pie y abrí una exclusa para que entrara un poco de brisa, la fresca atmósfera me penetraba para desenredar aquel recuerdo del fasto sonámbulo. Tan sensata hablando del juego de atracciones y rechazos de los círculos. Docente cimentación que trataba de apresar según ella mis facultades asilvestradas. Decías incluso que mis ideas eran estúpidas. Insinuabas que tendía a la fatuidad y mis palabras eran falsas monedas cuando por ejemplo presentaba mis motivos para defender que el concepto femenino y masculino no existe por separado y que sólo existen uno dentro del otro. El tropiezo crea balanceos y una espiral como cuando se fusionan las galaxias te decía. Justamente acunaba mis palabras y tú equívocamente Isabel entorpecida la enumeración y la diferencia. Incrustándose las dos para desgajarse lo mismo en el mismo sentido e idéntica razón de aquel corazón mío de eterno retorno al mar. Mi vida disoluta se golpeaba contra tus planes. Las estelas silbando como golondrinas en ese interregno tan Rosa y horriblemente la astucia de nuestros últimos encuentros entregándonos mensajes por debajo de una puerta por culpa de la náusea, el amor dócil y los acantilados que provocaban mis mareos y tus cefaleas simultáneas. Andrómeda se acerca a cien mil kilómetros por hora y de su unión una nueva galaxia.
Parece como si al finalizar la noche en vela quedara expuesto a un lóbrego misterio, rito de renacimiento inconsciente. Faltan quince minutos para que salga el sol y la célula fotovoltaica así lo percibe del crepúsculo, entonces los giros cesan y el mar es abandonado ante la indiferencia establecida por el faro. Bajo despacio los cincuenta metros de la torre. Camino entre los pinares, medroso y cansado hacia el venerable lecho parando antes en la boca del rio, como de costumbre. Quito las ropas y camino por el alfaque hasta hundirme en el agua. Mis latidos se aceleraban. La fuerza de la corriente entraba en mí trasparente e impúdicamente, deleitado por su libertad. Si soltaba el arnés la corriente me lanzaría lejos ante la indiferencia del universo. Así satisfacía mi espíritu en las madrugadas. Entraba después en la casucha y cerraba la puerta con dulzura, resbalaba al sueño para hermanarme con el silencio y la protección del mar.
Es agradecido entre los marineros de duras travesías que vencen la mar gruesa y el intempestivo caos de ciertos vientos la importancia de un faro. A pesar de los adelantos tecnológicos de navegación, el faro es la presencia física que indica la conclusión de que estás de este lado y no de otro lado, distinguir su destello es confirmar el final de ruta. Ambos dormitábamos confiriendo al canto de las sirenas la atención de los avistamientos.
Atardecer en la isla de ibha |
Te noto un tanto nostálgico...Pero bueno, el relato es lindo. Hay tanto romanticismo en los faros!!! Bico
ResponderEliminarlendas tamén
ResponderEliminarIndudablemente tus palabras no son falsas monedas. Según como las mires, pueden ser un faro en tanta oscuridad. Y esto no es falsa lisonja. Tenés luz, chico.
ResponderEliminarLos faros determinan muchas veces donde se ocultan las sombras para prenderlas para nuestro propio delirio.
ResponderEliminarMe gusta tu texto, besos
Me encanto tu escrito! muy interesante este espacio, seré asidua a este lugar! MUCHAS GRACIAS por pasarte por el mio :) me gusto mucho tu comentario! te lo agradezco .
ResponderEliminarun besito muchacho!