28 de abril de 2017

autonomías y emancipaciones; latinoamérica



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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES LATINOAMERICANOS: TENDENCIAS Y DESAFÍOS*

* Este artículo fue publicado originalmente en:
Revista Observatorio Social de América Latina Nº 9,
Clacso, Buenos Aires, enero 2003.

RAÚL ZIBECHI







Los movimientos sociales de nuestro continente están transitando por nuevos caminos, que los separan tanto del viejo movimiento sindical como de los nuevos movimientos de los países centrales. A la vez, comienzan a construir un mundo nuevo en las brechas que han abierto en el modelo de dominación. Son las respuestas al terremoto social que provocó la oleada neoliberal de los ochenta, que trastocó las formas de vida de los sectores populares al disolver y descomponer las formas de producción y reproducción, territoriales y simbólicas, que configuraban su entorno y su vida cotidiana. Tres grandes corrientes político-sociales nacidas en esta región, conforman el armazón ético y cultural de los grandes movimientos: las comunidades eclesiales de base vinculadas a la teología de la liberación, la insurgencia indígena portadora de una cosmovisión distinta de la occidental y el guevarismo inspirador de la militancia revolucionaria. Estas corrientes de pensamiento y acción convergen dando lugar a un enriquecedor «mestizaje», que es una de las características distintivas de los movimientos latinoamericanos. Desde comienzos de los noventa, la movilización social derribó dos presidentes en Ecuador y en Argentina, uno en Paraguay, Perú y Brasil y desbarató los corruptos regímenes de Venezuela y Perú. En varios países frenó o retrasó los procesos privatizadores, promoviendo acciones callejeras masiva s que en ocasiones desembocaron en insurrecciones. De esta forma los movimientos forzaron a las élites a negociar y a tener en cuenta sus demandas, y contribuyeron a instalar gobiernos progresistas en Venezuela, Brasil y Ecuador. El neoliberalismo se estrelló contra la oleada de movilizaciones sociales que abrió grietas más o menos profundas en el modelo.

Los nuevos caminos que recorren suponen un viraje de largo aliento. Hasta la década de 1970 la acción social giraba en torno a las demandas de derechos a los Estados, al establecimiento de alianzas con otros sectores sociales y partidos políticos y al desarrollo de planes de lucha para modificar la relación de fuerzas a escala nacional. Los objetivos finales se plasmaban en programas que orientaban la actividad estratégica de movimientos que se habían construido en relación a los roles estructurales de sus seguidores. En consecuencia, la acción social perseguía el acceso al Estado para modificar las relaciones de propiedad, y ese objetivo justificaba las formas estadocéntricas de organización, asentadas en el centralismo, la división entre dirigentes y dirigidos y la disposición piramidal de la estructura de los movimientos.
 
Tendencias comunes

Hacia fines de los setenta fueron ganando fuerza otras líneas de acción que reflejaban los profundos cambios introducidos por el neoliberalismo en la vida cotidiana de los sectores populares. Los movimientos más significativos (sin tierra y seringueiros en Brasil, indígenas ecuatorianos, neozapatistas, guerreros del agua y cocaleros bolivianos y desocupados argentinos), pese a las diferencias espaciales y temporales que caracterizan su desarrollo, poseen rasgos comunes, ya que responden a problemáticas que atraviesan a todos los actores sociales del continente. De hecho, forman parte de una misma familia de movimientos sociales y populares. Buena parte de estas características comunes derivan de la territorialización de los movimientos, o sea de su arraigo en espacios físicos recuperados o conquistados a través de largas luchas, abiertas o subterráneas. Es la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territorialidad de la fábrica y la hacienda, y a la reformulación por parte del capital de los viejos modos de dominación. La desterritorialización productiva (a caballo de las dictaduras y las contrarreformas neoliberales) hizo entrar en crisis a los viejos movimientos, fragilizando sujetos que vieron evaporarse las territorialidades en las que habían ganado poder y sentido. La derrota abrió un período, aún inconcluso, de reacomodos que se plasmaron, entre otros, en la reconfiguración del espacio físico. El resultado, en todos los países aunque con diferentes intensidades, características y ritmos, es la reubicación activa de los sectores populares en nuevos territorios ubicados a menudo en los márgenes de las ciudades y de las zonas de producción rural intensiva.

El arraigo territorial es el camino recorrido por los sin tierra, mediante la creación de infinidad de pequeños islotes autogestionados; por los indígenas ecuatorianos, que expandieron sus comunidades hasta reconstruir sus ancestrales «territorios étnicos» y por los indios chiapanecos que colonizaron la selva lacandona (Fernandes, 2000; Ramón, 1993; García de León, 2002: 105). Esta estrategia, originada en el medio rural, comenzó a imponerse en las franjas de desocupados urbanos: los excluidos crearon asentamientos en las periferias de las grandes ciudades, mediante la toma y ocupación de predios. En todo el continente, varios millones de hectáreas han sido recuperadas o conquistadas por los pobres, haciendo entrar en crisis las territorialidades instituidas y remodelando los espacios físicos de la resistencia (Porto, 2001: 47). Desde sus territorios, los nuevos actores enarbolan proyectos de largo aliento, entre los que destaca la capacidad de producir y reproducir la vida, a la vez que establecen alianzas con otras fracciones de los sectores populares y de las capas medias. La experiencia de los piqueteros argentinos resulta significativa, puesto que es uno de los primeros casos en los que un movimiento urbano pone en lugar destacado la producción material. La segunda característica común, es que buscan la autonomía, tanto de los Estados como de los partidos políticos, fundada sobre la creciente capacidad de los movimientos para asegurar la subsistencia de sus seguidores. Apenas medio siglo atrás, los indios conciertos2 que vivían en las haciendas, los obreros fabriles y los mineros, los subocupados y desocupados, dependían enteramente de los patrones y del Estado. Sin embargo, los comuneros, los cocaleros, los campesinos sin tierra y cada vez más los piqueteros argentinos y los desocupados urbanos, están trabajando de forma consciente para construir su autonomía material y simbólica. En tercer lugar, trabajan por la revalorización de la cultura y la afirmación de la identidad de sus pueblos y sectores sociales. La política de afirmar las diferencias étnicas y de género, que juega un papel relevante en los movimientos indígenas y de mujeres, comienza a ser valorada también por los viejos y los nuevos pobres. Su exclusión de facto de la ciudadanía parece estarlos induciendo a buscar construir otro mundo desde el lugar que ocupan, sin perder sus rasgos particulares. Descubrir que el concepto de ciudadano sólo tiene sentido si hay quienes están excluidos,
Indios conciertos son denominados, en la región andina, los que «concertaron» un acuerdo con el hacendado, que supone una relación de servidumbre y renta en especie.
Ha sido uno de los dolorosos aprendizajes de las últimas décadas. De ahí que la dinámica actual de los movimientos se vaya inclinando a superar el concepto de ciudadanía, que fue de utilidad durante dos siglos a quienes necesitaron contener y dividir a las clases peligrosas (Wallerstein, 2001: 120-135). La cuarta característica común es la capacidad para formar sus propios intelectuales. El mundo indígena andino perdió su intelectualidad como consecuencia de la represión de las insurrecciones anticoloniales de fines del siglo XVIII y el movimiento obrero y popular dependía de intelectuales que le trasmitían la ideología socialista «desde fuera», según el modelo leninista. La lucha por la escolarización permitió a los indios manejar herramientas que antes sólo utilizaban las élites, y redundó en la formación de profesionales indígenas y de los sectores populares, una pequeña parte de los cuales se mantienen vinculados cultural, social y políticamente a los sectores de los que provienen. En paralelo, sectores de las clases medias que tienen formación secundaria y a veces universitaria se hundieron en la pobreza. De esa manera, en los sectores populares aparecen personas con nuevos conocimientos y capacidades que facilitan la autoorganización y la autoformación. Los movimientos están tomando en sus manos la educación y la formación de sus dirigentes, con criterios pedagógicos propios a menudo inspirados en la educación popular. En este punto, llevan la delantera los indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la Universidad Intercultural de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas –que recoge la experiencia de la educación intercultural bilingüe en las casi tres mil escuelas dirigidas por indios–, y los Sin Tierra de Brasil, que dirigen 1.500 escuelas en sus asentamientos, y múltiples espacios de formación de docentes, profesionales y militantes (Dávalos, 2002; Caldart, 2000). Poco a poco, otros movimientos, como los piqueteros, se plantean la necesidad de tomar la educación en sus manos, ya que los Estados nacionales tienden a desentenderse de la formación. En todo caso, quedó atrás el tiempo en el que intelectuales ajenos al movimiento hablaban en su nombre. El nuevo papel de las mujeres es el quinto rasgo común. Mujeres indias se desempeñan como diputadas, comandantes y dirigentes sociales y políticas; mujeres campesinas y piqueteras ocupan lugares destacados en sus organizaciones. Esta es apenas la parte visible de un fenómeno mucho más profundo: las nuevas relaciones que se establecieron entre los géneros en las organizaciones sociales y territoriales que emergieron de la reestructuración de las últimas décadas.

En las actividades vinculadas a la subsistencia de los sectores populares e indígenas, tanto en las áreas rurales como en las periferias de las ciudades (desde el cultivo de la tierra y la venta en los mercados hasta la educación, la sanidad y los emprendimientos productivos) las mujeres y los niños tienen una presencia decisiva. La inestabilidad de las parejas y la frecuente ausencia de los varones, han convertido a la mujer en la organizadora del espacio doméstico y en aglutinadora de las relaciones que se tejen en torno a la familia, que en muchos casos se ha transformado en unidad productiva, donde la cotidianeidad laboral y familiar tienden a reunirse y fusionarse. En suma, emerge una nueva familia y nuevas formas de re-producción estrechamente ligadas, en las que las mujeres representan el vínculo principal de continuidad y unidad. El sexto rasgo que comparten, consiste en la preocupación por la organización del trabajo y la relación con la naturaleza. Aún en los casos en los que la lucha por la reforma agraria o por la recuperación de las fábricas cerradas aparece en primer lugar, los activistas saben que la propiedad de los medios de producción no resuelve la mayor parte de sus problemas. Tienden a visualizar la tierra, las fábricas y los asentamientos como espacios en los que producir sin patrones ni capataces, donde promover relaciones igualitarias y horizontales con escasa división del trabajo, asentadas por lo tanto en nuevas relaciones técnicas de producción que no generen alienación ni sean depredadoras del ambiente. Por otro lado, los movimientos actuales rehúyen el tipo de organización taylorista (jerarquizada, con división de tareas entre quienes dirigen y ejecutan), en la que los dirigentes estaban separados de sus bases. Las formas de organización de los actuales movimientos tienden a reproducir la vida cotidiana, familiar y comunitaria, asumiendo a menudo la forma de redes de autorganización territorial. El levantamiento aymara de setiembre de 2000 en Bolivia, mostró cómo la organización comunal era el punto de partida y soporte de la movilización, incluso en el sistema de «turnos» para garantizar los bloqueos de carreteras, y se convertía en el armazón del poder alternativo (García Linera, 2001: 13). Los sucesivos levantamientos ecuatorianos descansaron sobre la misma base: «Vienen juntos, permanecen compactados en la ‘toma de Quito’, ni siquiera en las marchas multitudinarias se disuelven, ni se dispersan, se mantienen cohesionados, y regresan juntos; al retornar a su zona vuelven a mantener esa vida colectiva» (Hidalgo, 2001: 72). Esta descripción es aplicable también al comportamiento de los sin tierra y de los piqueteros en las grandes movilizaciones.


Por último, las formas de acción instrumentales de antaño, cuyo mejor ejemplo es la huelga, tienden a ser sustituidas por formas autoafirmativas, a través de las cuales los nuevos actores se hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad. Las «tomas» de las ciudades de los indígenas representan la reapropiación, material y simbólica, de un espacio «ajeno» para darle otros contenidos (Dávalos, 2001). La acción de ocupar la tierra representa, para el campesino sin tierra, la salida del anonimato y es su reencuentro con la vida (Caldart, 2000: 109-112). Los piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en el corte de ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un espacio del que se apropiaron hace 25 años, donde suelen depositar las cenizas de sus compañeras. De todas las características mencionadas, las nuevas territorialidades son el rasgo diferenciador más importante de los movimientos sociales latinoamericanos, y lo que les está dando la posibilidad de revertir la derrota estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y campesino (en el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están promoviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde surgen nuevas prácticas y relaciones sociales (Porto, 2001; Fernandes, 1996: 225-246). La tierra no se considera sólo como un medio de producción, superando una concepción estrechamente economicista. El territorio es el espacio en el que se construye colectivamente una nueva organización social, donde los nuevos sujetos se instituyen, instituyendo su espacio, apropiándoselo material y simbólicamente.

Nuevos desafíos

En paralelo, el movimiento actual está sometido a debates profundos, que afectan a las formas de organización y la actitud hacia el Estado y hacia los partidos y gobiernos de izquierda y progresistas. De la resolución de estos aspectos dependerá el tipo de movimiento y la orientación que predomine en los próximos años. Aunque buena parte de los grupos de base se mantienen apegados al territorio y establecen relaciones predominantemente horizontales, la articulación de los movimientos más allá de localidades y regiones plantea problemas aún no resueltos. Incluso organizaciones tan consolidadas como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), han tenido problemas con dirigentes elegidos como diputados, y durante la breve «toma del poder» de enero de 2000, se registró una fisura importante entre las bases y las direcciones, que parecieron abandonar el proyecto histórico de la organización. Establecer formas de coordinación abarcadoras y permanentes supone, de alguna manera, ingresar en el terreno de la representación, lo que coloca a los movimientos ante problemas de difícil solución en el estadio actual de las luchas sociales. En ciertos períodos, no pueden permitirse hacer concesiones a la visibilidad o rehuir la intervención en el escenario político. El debate sobre si optar por una organización centralizada y muy visible o difusa y discontinua, por mencionar los dos extremos en cuestión, no tiene soluciones sencillas, ni puede zanjarse de una vez para siempre. Finalmente, el debate sobre el Estado atraviesa ya a los movimientos, y todo indica que se profundizará en la medida en que las fuerzas progresistas lleguen a ocupar los gobiernos nacionales. Está pendiente un balance del largo período en el que los movimientos fueron correas de transmisión de los partidos y se subordinaron a los Estados nacionales, hipotecando su autonomía. Por el contrario, parece ir ganando fuerza, como sucedió ya en Brasil, Bolivia y Ecuador, la idea de deslindar campos entre las fuerzas sociales y las políticas. Aunque las primeras tienden a apoyar a las segundas, conscientes de que gobiernos progresistas pueden favorecer la acción social, no parece fácil que vuelvan a establecer relaciones de subordinación. No es un debate ideológico. O, por lo menos, no lo es en lo fundamental. Se trata de mirar el pasado para no repetirlo. Pero, sobre todo, se trata de mirar hacia adentro, hacia el interior de los movimientos. El panorama que surge, cada día con mayor intensidad, es que el ansiado mundo nuevo está naciendo en sus propios espacios y territorios, incrustado en las brechas que abrieron en el capitalismo. Es «el» mundo nuevo real y posible, construido por los indígenas, los campesinos y los pobres de las ciudades sobre las tierras conquistadas, tejido en base a nuevas relaciones sociales entre los seres humanos, inspirado en los sueños de sus antepasados y recreado gracias a las luchas de los últimos veinte años. Ese mundo nuevo existe, ya no es un proyecto ni un programa sino múltiples realidades, incipientes y frágiles. Defenderlo, para permitir que crezca y se expanda, es una de las tareas más importantes que tienen por delante los activistas durante las próximas décadas. Para ello deberemos desarrollar ingenio y creatividad ante poderosos enemigos que buscarán destruirlo; paciencia y perseverancia ante las propias tentaciones de buscar atajos que, ya sabemos, no conducen a ninguna parte.



















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