Evolución y renovación
de las ciudades.
Selección de textos
de Élisée Reclus
1.
FRAGMENTO DE UN VIAJE A NUEVA ORLEANS, 1855 (1860)
1.1. Delta del Mississippi
Ya desde hace mucho tiempo
habíamos reconocido la proximidad de la gran ciudad por la atmósfera espesa y
negra que pesaba sobre el horizonte lejano y por las altas torres vagamente
difuminadas entre la bruma, cuando de repente, a la vuelta de un meandro, los
edificios de la metrópoli del sur comenzaron a aparecer; revelándose un nuevo
detalle a cada vuelta de rueda, campanario tras campanario, casa tras casa,
buque tras buque; por fin, cuando el remolcador nos abandonó, la ciudad al
completo desplegaba ante nosotros su inmensa media luna de dos kilómetros de
longitud. Sobre el río se cruzaban en todos los sentidos los enormes vapores de
comercio, los pequeños remolcadores enganchados a grandes barcos haciéndoles
girar ligeramente, los puentes volantes circulando sin cesar entre la ciudad y
su suburbio de Argel, los esquifes navegando como insectos en medio de todos
estos monstruos poderosos. Atados a la orilla se mostraban en orden los lugres
y las goletas, enseguida los altos barcos semejantes a gigantescos mastodontes
en su pesebre, después los de tres mástiles formados a lo largo de la orilla en
interminable avenida. Detrás de este vasto semicírculo de mástiles y de vergas,
se divisaban los malecones de madera atestados de mercancías de toda clase, los
coches y los carros saltando sobre el pavimento, y por fin, las casas de
ladrillo, de madera, de piedra, los gigantescos carteles, el vapor de las
fábricas, el tumulto de las calles. Un bello sol iluminaba ese vasto horizonte
de movimiento y de ruido.
1.2. Nueva Orleans
El plano de Nueva Orleans
es, como el de todas las ciudades norteamericanas, de una extrema simplicidad;
sin embargo, la inmensa curva del Mississipi, que ha valido a la metrópoli del
sur el poético nombre de ciudad de la Media Luna, ha impedido trazar calles
perfectamente rectas de un extremo al otro de la ciudad; ha sido necesario
disponer los barrios en forma de trapecios, separados uno del otro por anchos
bulevares, con su base más pequeña orientada hacia el río. Por el contrario,
los barrios del oeste, Lafayette, Jefferson, Carrolton, construidos sobre una
isla semicircular del Mississippi, presentan al río su base más ancha, y los
bulevares que los limitan por cada lado convergen sobre el lindero del bosque,
en medio del cual se ha construido la ciudad. Gracias a la adjunción reciente
de esos barrios, Nueva Orleans ha adquirido un nuevo aspecto, y las dos
graciosas curvas que el Mississippi describe a lo largo de sus muelles, sobre
una extensión de siete millas aproximadamente, deberían valerle el nombre de
Double-Crescent-City.
La humedad del suelo de la
capital de la Luisiana se ha convertido en proverbial, y hasta se llegó a decir
que la ciudad entera, con sus edificios, sus almacenes de depósito y sus
bulevares, reposaba sobre una inmensa balsa formada por el agua del río. Hoyos
de sondeo excavados hasta 250 metros de profundidad han probado suficientemente
que esta aseveración era errónea; pero también mostraron que el suelo sobre el
cual está construida la ciudad se compone únicamente de lechos de lodo
alternando con capas de arcilla y de los troncos de los árboles que se
transforman lentamente en turba, y luego en carbón bajo la acción de las
fuerzas de la gran fábrica de la naturaleza. Basta con excavar algunos
centímetros, o, durante las estaciones de las grandes sequías, uno o dos
metros, para encontrar agua fangosa; también la mínima lluvia basta para inundar
las calles, y cuando una tromba de agua se abate sobre la ciudad, todas las
avenidas y plazas se transforman en ríos y lagunas. Máquinas de vapor funcionan
casi sin reposo para liberar a Nueva Orleans de sus aguas estancadas y
verterlas, por medio de un canal, en el lago Pontchartrain, a cuatro millas al
norte del río.
Se sabe que los bordes del
Mississippi, como los de todos los cursos de agua que riegan las planicies
aluviales, están más elevados que los campos ribereños. En ningún sitio se
puede observar mejor ese hecho que en Nueva Orleans, porque hay una diferencia
de cuatro metros entre las partes de la ciudad más alejadas del río y las que
bordean el muelle. Por este lado, las construcciones se defienden contra las
crecidas del Mississippi mediante una elevación entarimada de cien metros de
anchura; además, el río, en sus inundaciones, acarrea siempre una cantidad de
arena y de arcilla que consolida el levantamiento y forma una nueva batture(costa
arenosa baja), sobre la cual, desde el comienzo del siglo, se han construido
varias calles. Los barrios alejados del Mississippi se elevan tan solo algunos
centímetros por encima del nivel del mar, y las moradas de los hombres no están
allí separadas de los cenagales de cocodrilos más que por alcantarillas de agua
estancada y siempre irisada. Sin embargo, un cierto relieve del suelo llamado
colline en la región, que se extiende de forma inapreciable a simple vista,
puede tener un metro de altura como máximo. Se puede uno hacer una idea del
nivel de la planicie, aprendiendo que en el estiaje las aguas no tienen más que
un declive de diez centímetros aproximadamente sobre un curso total de 180
kilómetros, desde la ciudad al Golfo de México.
El barrio más antiguo de
Nueva Orleans, el que se denomina usualmente barrio francés es aún el más
elegante de la ciudad; pero los franceses son una pequeña minoría, y sus casas
han sido en su mayor parte adquiridas por capitalistas norteamericanos: es ahí
donde se encuentra el correo, los principales bancos, las tiendas de artículos
de París, la catedral y la Pera. El propio nombre de este último edificio es
una prueba de la desaparición gradual del elemento extranjero o criollo.
Antiguamente, ese teatro no representaba sino obras francesas, comedias o
vodeviles; pero para continuar teniendo ingresos, se ha visto obligado a
cambiar sus carteles y su nombre; ahora, es el público norteamericano el que le
otorga su patrocinio. Es cierto que la lengua francesa desaparece
progresivamente. Sobre la población de Nueva Orleans que se eleva, según las
estaciones, de 120.000 a 200.000 habitantes, no se cuentan ya, mas que de seis
a 10.000 franceses, es decir, una vigésima parte, y el mismo número de criollos
aún no completamente norteamericanizados.
Pronto el idioma anglosajón dominará sin rival al de los indios aborígenes, al
de los colonos franceses y al de los españoles que se habían instalado en la
región mucho antes que los emigrantes de origen inglés; no quedarán más que los
nombres de las calles: Tchoupitoulas, Perdido, Bienville, etc. En el mercado
francés (french market), que los
extranjeros no dejaban de visitar antaño para oír ahí la confusión de las
lenguas, ya no se oyen más que conversaciones en inglés. Los alemanes, siempre
avergonzados de su patria, buscan probar que se han convertido en Yanquis mediante
juramentos bien articulados y bromas de taberna; los negros, de inagotable
parloteo, no condescienden a hablar francés sino con una especie de
conmiseración para su interlocutor, y los escasos cazadores indios, orgullosos
y tristes como prisioneros, responden a las preguntas con monosílabos en
inglés.
El barrio americano,
situado al oeste del barrio francés, del que lo separa la amplia y bella calle
del Canal, está habitado principalmente por comerciantes y corredores; y es
también el centro de la vida política. Allí se encuentran los hoteles, casi tan
bellos como los de Nueva York, los depósitos de algodón, la mayoría de las
iglesias y de los teatros, la casa principal de la ciudad; allí también se
mantiene el gran mercado de esclavos. Una multitud inmensa se apresura siempre
en el recinto del Bank´s arcade, alrededor del cual reina un amplio mostrador
repleto de abundantes copas y de botellas. [...] Así, dicen los esclavistas,
así lo exigen, según ellos “la causa misma del progreso, las doctrinas de
nuestra santa religión, las leyes más sagradas de la familia y de la
propiedad”.
Durante mucho tiempo, todas
las casas de Nueva Orleans fueron construidas de madera: eran simples barracas,
y la ciudad entera, a pesar de su extensión, tenía el aspecto de un vasto campo
de feria; hoy las casas de los dos grandes barrios están, en su mayoría,
construidas de ladrillos y piedras; e incluso se han atrevido a emplear el granito
en la construcción de la nueva aduana. Aunque es cierto que a pesar de los
fuertes pilotes de 30 metros de longitud sobre los que reposa, sus murallas ya
se han hundido un pie bajo el suelo.
*
Pero el principal agente de
transformación de la ciudad, no es el sentido estético de los propietarios,
sino el fuego. Pronto tuve la oportunidad de convencerme, porque llegué a Nueva
Orleans en lo más álgido del ciclo anual de incendios. Según los poetas, el mes
de mayo es la estación de la renovación; pero en la metrópoli de Luisiana, es
la época de las conflagraciones. Esto se comprende, se dirá, porque es cuando
los calores comienzan y el maderamen de las casas se reseca bajo los rayos del
sol; es también la estación alegre durante la cual se tiene por lo común la mayor
despreocupación por sus intereses. Todo esto es cierto, agregan los maledicentes,
pero no hay que olvidar que al mes de mayo le precede inmediatamente el término
de abril y que el incendio puede ayudar a ajustar muchas cuentas. El hecho es
que durante las dos o tres últimas semanas de mayo, no transcurre una noche sin
que el toque de alarma llame a los ciudadanos con su voz lenta y profunda. A
menudo los purpúreos reflejos de cuatro o cinco incendios colorean al mismo
tiempo el cielo, y los bomberos, despertados sobresaltadamente, no saben dónde
es más necesaria su presencia. Se ha calculado que solo en la ciudad de Nueva
York, las llamas devoran cada año tantos edificios como en toda Francia; en
Nueva Orleans, ciudad de población cinco a seis veces menor que la de Nueva
York, el papel del fuego es relativamente más fuerte todavía, puesto que la
pérdida total causada por los incendios equivale a la mitad de la debida a los
siniestros de esa misma naturaleza en toda la extensión del territorio francés.
[...]
Los vigilantes nocturnos
son muy poco numerosos como para ser de verdadera utilidad en la prevención de
los siniestros. La ciudad, con una longitud de unas siete millas, sobre una
amplitud media de una milla, no tiene más que un total de 240 guardias, de los
cuales 120 están de servicio durante la noche. Y todavía tienen cuidado de
advertir a los malhechores de su acercamiento [...]. Los grandes criminales no
se dejan detener más que cuando, envalentonados por grandes éxitos, tienen la
audacia de matar en pleno día. Cada año se cometen varios centenares de
crímenes debidamente registrados por los periodistas, pero raramente
perseguidos por los jueces. Sin embargo, el desbordamiento de iniquidades es
tal, que a pesar de la despreocupación de la justicia, se realizan entre 25.000
y 30.000 arrestos por año; bien es cierto que sobre este considerable número,
que supone la décima parte de la población, se cuentan de 4.000 a 5.000 negros
culpables de haberse paseado sin boletos de permiso o bien enviados por sus
dueños al verdugo para recibir 25 latigazos.
*
Más de 2.500 tabernas,
siempre llenas de bebedores ofrecen, bajo forma de aguardiente y de ron,
alimento a las pasiones más violentas. Se especula tanto sobre el vicio
nacional de la embriaguez, que todas las plantas bajas de los grandes hoteles
están libremente a la disposición del público; en su centro, se encuentra una
amplia rotonda, especie de bolsa donde los negociantes vienen a leer los
periódicos y a debatir sus intereses; al lado, se abre la sala de los juegos de
azar, donde los pillos dan cita a sus víctimas; en otra parte está la cantina
donde se extiende una mesa pública, muy rica y abundantemente servida. La
comida es completamente gratuita y cualquiera puede sentarse a la mesa; sólo
hay que pagar por el aguardiente o el ron. La pasta (25 centavos) que se da por
cada pequeña copa basta para cubrir con largueza los gastos de estos festines
públicos. Además, la gran mayoría de las personas que entran en la sala no
tocan los platos y se contentan con beber; siendo así como cientos de bebedores
cotizan sin saberlo para pagar un festín a algunos pobres famélicos.
En tiempos de elecciones
sobre todo, las tabernas siempre están llenas. Es necesario que el candidato se
justifique ante todos los que le dan su voto, porque si no supiera tomar un
cocktail con elegancia, perdería toda su popularidad y pasaría por ser un
tránsfuga. Cuando los adversarios políticos se encuentran en una cantina,
borrachos o en ayunas, no es raro que las palabras insultantes sean seguidas de
inmediato de puñaladas o de revolvers, y más de una vez se ha visto al vencedor
beber sobre el cadáver del vencido. Aunque es cierto que la ley prohíbe que se
lleven armas escondidas; también, durante las elecciones, los ciudadanos más
presuntuosos eluden la letra del código llenando su cintura con un verdadero
arsenal a la vista de todos y, por lo general, se contenta uno con guardar bajo
su vestimenta un puñal y una pistola de bolsillo [...].
Un misántropo podría
comparar los vicios de nuestra sociedad europea a un mal oculto que corroe al
individuo bajo su vestimenta, mientras que los vicios de la sociedad
norteamericana aparecen por fuera en toda su horrorosa brutalidad. El odio más
violento separa a los partidos y a las razas: el esclavista aborrece al
abolicionista, el blanco abomina al negro, el nativo detesta al extranjero, el
rico plantador desprecia ampliamente al pequeño propietario, y la rivalidad de sus
intereses establece una barrera infranqueable de desconfianza aun entre las
familias aliadas. No es en una sociedad de esta especie donde el arte puede ser
seriamente cultivado. Además, las visitas periódicas de la fiebre amarilla de
Nueva Orleans, convierten en imposible cualquier preocupación, además de la del
comercio, y ningún negociante trata de embellecer la ciudad que se propone
abandonar cuando haya amasado una fortuna suficiente. Bajo pretexto del arte,
los ricos particulares se limitan a enjabelgar con cal los árboles de su
jardín: ese lujo tiene la doble ventaja de complacer a sus miradas y de ser muy
poco costoso. No se ha podido dar el mismo tratamiento a los paseos públicos,
porque no existen: el único árbol en el interior de la ciudad es una datilera
solitaria, plantada hace sesenta años por un viejo monje. Por el contrario, la
ciudad ha tenido el honor de levantar una estatua de bronce a su salvador
Andrew Jackson, pero ésta no tiene otro mérito que ser colosal y haber costado
un millón. [...]. La municipalidad de Nueva Orleans ha ordenado al Sr. Mills
una estatua de Washington que será erigida en el barrio americano.
*
En cuanto a los edificios
públicos, en su mayor parte no tienen ningún valor arquitectónico. Las
estaciones son innobles cobertizos ennegrecidos por el humo; los teatros son en
su mayoría barracas a merced de los incendios; las iglesias, exceptuando una
especie de mezquita construida por los jesuitas, son todas ellas grandes ruinas
presuntuosas. Además, no hay monumentos más sometidos que las iglesias a las
diversas posibilidades de incendio o demolición. [...] Se trata de una especie
de especulación que puede muy bien asociarse con otras; porque nada impide al
ministro del Santo Evangelio ser al mismo tiempo banquero, plantador o mercader
de esclavos.
El norteamericano no tiene
nunca una carrera determinada; está sin cesar al acecho de los acontecimientos,
esperando que la fortuna le salte en ancas y hacerse conducir al país de El
Dorado. Hombres y cosas, todo cambia, todo se desplaza en los Estados Unidos
con una rapidez inconcebible para nosotros, que estamos acostumbrados a seguir
siempre una pauta rutinaria. En Europa, cada piedra tiene su historia; la
iglesia se erige donde se levantaba el dolmen, y desde hace 30 siglos, es en el
mismo lugar consagrado donde van a adorar los habitantes del país, galos,
francos o franceses; nosotros obedecemos más bien a las tradiciones que a los
hombres, y nos dejamos gobernar por los muertos aún más que por los vivos. En
Estados Unidos, no sucede nada parecido; ninguna superstición ata al pasado ni
al suelo natal, y las poblaciones, siempre móviles como la superficie de un
lago que busca su nivel, se distribuyen bajo la única influencia de las leyes
económicas; en la joven y creciente república, se cuentan ya muchas ruinas como
en nuestros viejos imperios; la vida presente es demasiado activa y demasiado
fogosa para que las tradiciones del pasado puedan dominar a las almas. El amor
instintivo de la patria no existe más en los Estados Unidos en su cándida
simplicidad. Para la masa, todos los sentimientos se confunden cada vez más con
el interés pecuniario; para los hombres de corazón, tan escasos en Norteamérica
como en todos los países del mundo, no existe otra patria que la libertad.
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Evolución y renovación de las ciudades.
Selección de textos
de Élisée Reclus
2.
DEL SENTIMIENTO DE LA NATURALEZA EN LAS SOCIEDADES MODERNAS (1866)
Tanto
o más que se desarrolle y se depure el sentimiento de la naturaleza, importa
que la multitud de hombres exiliados de los campos, por la fuerza misma de las
cosas, aumente de día en día. Los pesimistas se asustan, ya desde hace mucho
tiempo, del incesante crecimiento de las grandes ciudades, y por lo tanto no
siempre se percatan de la rápida progresión con la que podría operarse en lo
sucesivo el desplazamiento de población hacia los centros privilegiados.
Es
cierto, las monstruosas Babilonias de antaño habían reunido entre sus
centenares de miles o incluso millones de habitantes: los intereses naturales
del comercio, la centralización despótica de todos los poderes, la gran pugna
por cargos de favor, la pasión por los placeres, habían conferido a estas
poderosas ciudades la población de provincias completas: pero, siendo las
comunicaciones de entonces mucho más lentas que lo son las de hoy, las crecidas
de un río, la intemperie, el retraso de una caravana, la irrupción de un
ejército enemigo, la sublevación de una tribu, bastaban en ocasiones para
retrasar o para interrumpir los abastecimientos, y la gran ciudad se
encontraba, en medio de todos sus esplendores, expuesta a morir de hambre. Por
otra parte, durante esos tiempos de guerras despiadadas, estas vastas capitales
acabaron siempre por convertirse en el teatro de alguna inmensa matanza, y a
veces la destrucción era tan completa que la ruina de una ciudad implicaba al
propio tiempo el fin de un pueblo. Se ha podido observar aún recientemente, por
ejemplo en grandes poblaciones de China, qué destino estaba reservado para las
grandes aglomeraciones humanas bajo el imperio de antiguas civilizaciones. La
poderosa ciudad de Nanking se ha convertido en un montón de escombros, mientras
que Ouchang, que parecía haber sido, una quincena de años antes, la ciudad más
populosa del mundo entero, ha perdido más de las tres cuartas partes de sus
habitantes.
A
las causas que hacían afluir antiguamente las poblaciones hacia las grandes
ciudades y que no han dejado de existir, es preciso añadir otras causas, no
menos poderosas, que se asocian al conjunto de los modernos progresos. Las vías
de comunicación, canales, carreteras ordinarias y ferrocarriles, irradian en
número cada vez más considerable hacia los centros importantes y los rodean de
mallas incesantemente densificadas. Los desplazamientos se efectúan con tanta
facilidad que de la mañana a la noche las vías férreas pueden echar 500.000
personas sobre el adoquinado de Londres o de París, y en previsión de una
simple fiesta, de una boda, de un entierro, de la visita de un personaje
cualquiera, millones de hombres han inflado en ocasiones la población flotante
de una capital. En cuanto al transporte de aprovisionamiento, se puede obrar
con la misma facilidad que en el de viajeros. Desde los campos circundantes,
desde todos los extremos del país, desde todas partes del mundo, los géneros
fluyen por tierra y por agua hacia estos enormes estómagos que no cesan de
absorber cada vez más. En caso de necesidad, si los apetitos de Londres lo
exigieran, podría hacerse aportar en menos de un año más de la mitad de las
producciones de la tierra.
*
Ciertamente
esto supone una inmensa ventaja de la que carecían las grandes ciudades de la
Antigüedad, y sin embargo la revolución que los ferrocarriles y los otros
medios de comunicación han introducido en las costumbres apenas ha comenzado.
¿Qué supone verdaderamente una media de dos o tres viajes por año para cada uno
de los habitantes de Francia, cuando una simple excursión de un cuarto de hora
efectuada en las cercanías de París o de cualquier otra gran ciudad es
considerada como un viaje por la estadística? Es cierto que cada año se
acrecentarán en proporciones enormes las multitudes que se desplazan, y
probablemente serán sobrepasadas todas las previsiones sometidas a informe,
como lo han sido desde comienzos de siglo. Es así cómo, solo para la ciudad de
Londres, el movimiento de viajeros es actualmente tan importante en una sola
semana como el que había hacia 1830 para la Gran Bretaña entera durante todo el
año. Gracias a los ferrocarriles, las comarcas se achican sin cesar, e incluso
se puede establecer matemáticamente en qué proporción se opera este
empequeñecimiento del territorio, puesto que basta para ello comparar la
velocidad de las locomotoras a la de las diligencias y pataches a los que han
reemplazado. El hombre, por su parte, se desvincula del suelo natal con una
facilidad cada vez más grande; se hace nómada, no al modo de los antiguos
pastores, que siempre seguían los senderos acostumbrados y no dejaban nunca de
retornar periódicamente a los mismos pastos con sus rebaños, sino de una manera
mucho más completa, ya que se dirige indistintamente hacia uno u otro punto del
horizonte, a cualquier parte donde le conduce el interés o la voluntad
arbitraria: un muy pequeño número de estos exiliados voluntarios vuelven para
morir a su país natal. Esta migración incesantemente creciente de los pueblos
se pera ahora por millones y millones, y es precisamente hacia los hormigueros
humanos más populosos hacia donde se dirige la gran multitud de emigrantes. Las
terribles invasiones de los guerreros francos en la Galia romana no tenían
quizás, desde el punto de vista etnológico, tanta importancia como estas
inmigraciones silenciosas de los barrenderos de Luxemburgo y del Palatinado que
vienen a incrementar cada año la población de París.
Para
hacerse una idea de aquello en lo que podrían convertirse un día las grandes
ciudades comerciales del mundo, si otras causas actuando en sentido inverso no
deben tarde o temprano equilibrar las causas de crecimiento, basta con ver qué
enorme importancia adquieren las ciudades en las colonias modernas en relación
con los pueblos y las casas aisladas. En estas regiones, las poblaciones
desembarazadas de los vínculos de la costumbre y libres para agruparse a su
antojo, sin otro móvil que su propia voluntad, se amontona casi por entero en
las ciudades. Incluso en las colonias especialmente agrícolas, tales como los
jóvenes Estados americanos del Far-West, las regiones del Plata, el
Queen´s-Land de Australia, la isla septentrional de Nueva Zelanda, el número de
ciudadanos supera con mucho al de los campesinos: por término medio, es tres
veces superior cuando menos, y no cesa de acrecentarse a medida que el comercio
y la industria se desarrollan. En las colonias como Victoria y California, donde
causas especiales, tales como las minas de oro y las grandes ventajas
comerciales, atraen a multitud de especuladores, la aglomeración de los
habitantes en las ciudades es aún más considerable. Si París era con relación a
Francia lo que San Francisco es a California, lo que Melbourne es a la
Australia Afortunada, la “gran ciudad” verdaderamente digna así pues de su
nombre, no tendría menos de 9 ó 10 millones de almas. Evidentemente éste es en
todos estos nuevos países el ideal exterior de la sociedad del siglo XIX, ya
que ningún obstáculo impedía a los recién llegados distribuirse en pequeñas
agrupaciones sobre toda la superficie de la región, y que ellos han preferido
reunirse en vastas ciudades.
El
ejemplo de Hungría o de Rusia por contraste con el de California y cualquier
otra colonia moderna puede servir para demostrar qué lapso de siglos separa a
los países cuyas poblaciones están todavía distribuidas como en la Edad Media,
y estos donde los fenómenos de afinidad social desarrollados por la
civilización moderna tienen libre juego. En las llanuras de Rusia, en la puszta
húngara, apenas hay ciudades propiamente dichas, y únicamente pueblos más o
menos grandes; las capitales son centros administrativos, creaciones
artificiales cuyos habitantes estarían bien sobrepasados, y que perderían
enseguida una notable parte de su importancia, si el gobierno no mantuviera
allí una vida ficticia a expensas del resto de la nación. En estos países, la
población trabajadora se compone de agricultores, y las ciudades no existen más
que para los empleados y los hombres ociosos. En Australia, o en California,
por el contrario, el campo no es nunca más que una simple cercanía, y los
propios campesinos, pastores y labradores, tienen su espíritu orientado hacia
la ciudad: son especuladores que por el interés de sus quehaceres se han
alejado momentáneamente del gran centro comercial, pero que no dejarían de
volver al mismo. Tarde o temprano, no se puede dudarlo, los campesinos rusos,
hoy tan enraizados en el suelo natal, aprenderán a desligarse de la gleba, a la
que ayer aún estaban sojuzgados; como los ingleses, como los australianos, se
convertirán en nómadas y se trasladará hacia las grandes ciudades de donde les
reclamarán el comercio y la industria, hacia donde les empujará su propia ambición
de ver, de conocer, o de mejorar su condición.
Los
lamentos de quienes gimen por la despoblación de los campos no pueden frenar el
movimiento; no se conseguirá nada, todos los clamores son inútiles. Convertido,
merced a un mayor bienestar y al buen mercado relativo de los viajes, posesor
de esta libertad primordial “de ir y venir”, de la que podrían a la larga
resultar todas las otras, el cultivador no propietario obedece a un impulso
bien natural cuando toma el camino de la populosa ciudad de la que se cuentan
tantas maravillas. Triste y alegre al propio tiempo, dice adiós a la casucha
natal para ir a contemplar los milagros de la industria y de la arquitectura;
renuncia al salario regular con el que podía contar por el trabajo de sus
brazos, pero quizás alcanzará el desahogo o la fortuna como tantos otros hijos
de su pueblo, y si vuelve un día al país, será para hacerse construir una
mansión señorial en lugar de la sórdida morada donde ha nacido. Bien poco
numerosos son los emigrantes que pueden realizar sus sueños de fortuna, son
muchos más los que encuentran la pobreza, la enfermedad, una muerte prematura
en las grandes ciudades; pero por lo menos los que sobreviven han podido
ensanchar el círculo de sus ideas, han visto regiones diferentes unas de otras,
se han formado por el contacto con otros hombres, se han convertido en más
inteligentes, más instruidos, y todos estos progresos individuales constituyen
una ventaja inestimable para la sociedad en su conjunto.
*
Se
sabe con qué rapidez se cumple en Francia este fenómeno de la emigración de los
campesinos hacia París, Lyon, Toulouse y los grandes puertos marítimos. Todos
los incrementos de población se hacen en beneficio de los centros de atracción,
y la mayor parte de las pequeñas ciudades y pueblos se quedan estancados e
incluso declina su cifra de población. Más de la mitad de los departamentos
están cada vez menos poblados, y se puede citar uno, el de los Basses-Alpes,
que desde la Edad Media ha perdido con certeza más de un tercio de sus habitantes.
Si se tuviesen en cuenta los viajes y las emigraciones estacionales, que
necesariamente tienen como resultado incrementar la población flotante de las
grandes ciudades, los resultados serían mucho más evidentes todavía. En los
Pirineos de Ariège, hay ciertos pueblos en los que todos sus habitantes,
hombres y mujeres, los abandonan completamente durante el invierno para
descender hasta las ciudades de la llanura. Por fin la mayor parte de los
franceses que se ocupan de operaciones comerciales o que viven de sus rentas,
sin contar multitudes de campesinos y de obreros, no dejan de visitar París y
las principales ciudades de Francia, y está muy lejano el tiempo donde, en las
provincias apartadas, se designaba a un obrero viajero por el nombre de la gran
ciudad en la que había habitado. En Inglaterra y en Alemania se cumplen los
mismos fenómenos sociales. Aunque en estas dos regiones el excedente de los
nacimientos sobre las defunciones sea mucho más considerable que en Francia,
sin embargo allí también los países agrarios, tales como el ducado de
Hesse-Cassel y el condado de Cambridge, se despueblan en beneficio de las
grandes ciudades. Incluso en América del Norte, donde la población se
incrementa con tan extraordinaria rapidez, un gran número de distritos agrícolas
de Nueva Inglaterra han perdido una fuerte proporción de sus habitantes luego
de una doble emigración, por una parte hacia las regiones del Far-West, por
otra hacia las ciudades comerciales de la costa, Portland, Boston, Nueva York.
Y
sin embargo es un hecho más que conocido que el aire de las ciudades está
cargado de principios mortíferos. Aunque las estadísticas oficiales no siempre
ofrecen a este respecto la sinceridad deseable, no es menos cierto que en todos
los países de Europa y de América la vida media de los campesinos sobrepasa en
varios años la de los ciudadanos, y los inmigrantes, dejando el campo natal por
la calle estrecha y nauseabunda de una gran ciudad, podrían calcular de
antemano de forma aproximada cuánto tiempo acortan su vida de acuerdo con las
leyes de probabilidad. No solamente es el recién llegado quien sufre en su
propia carne y se expone a una muerte anticipada, sino que condena también a su
descendencia. No se ignora que en las grandes ciudades, como Londres o París,
la fuerza vital se agota rápidamente, y que ninguna familia burguesa no
continúa ahí más allá de la tercera o como mucho de la cuarta generación. Si el
individuo puede resistir a la influencia mortal del medio que le rodea, la
familia al menos acaba por sucumbir, y sin la continua inmigración de
provincianos y de extranjeros que marchan alegremente hacia la muerte, las
capitales no podrían reclutar su enorme población. Las dosis de ciudadanos se
afinan, pero el cuerpo flaquea y las fuentes de la vida se agotan. Igualmente,
desde el punto de vista intelectual, todas las brillantes facultades que
desarrolla la vida social son primeramente sobreexcitadas, pero el pensamiento
pierde fuerza gradualmente; se cansa, después finalmente se agota con el
tiempo. Ciertamente, el golfillo de París, comparado con el joven patán, es un
ser lleno de vivacidad y de brío; pero, ¿no es el hermano de este “pálido
granuja” a quien puede comparársele en lo físico y en lo moral a estas plantas
enfermizas vegetando en ciertas cuevas en medio de las tinieblas?. Es en fin en
las ciudades, sobre todo en aquellas que son más célebres por su opulencia y su
civilización, donde ciertamente se encuentran los más degradados de entre los
hombres, pobres seres sin que la suciedad, el hambre, la ignorancia brutal, el
desprecio de todos, han puesto muy por debajo del salvaje dichoso que recorre
en libertad bosques y montañas. Es al lado del esplendor más grande donde hay
que buscar la abyección más ínfima; no lejos de estos museos donde se muestra en
toda su gloria la belleza del cuerpo humano, niños raquíticos se calientan con
la atmósfera impura exhalada por la boca de las alcantarillas.
Si
el vapor trae a las ciudades multitudes que incesantemente en aumento, por otra
parte se lleva a los campos a un número cada vez más considerable de ciudadanos
que por un tiempo van a respirar la atmósfera libre y a refrescar el
pensamiento a la vista de las flores y del verdor. Los ricos, dueños de crearse
ocios a su capricho, pueden escapar de las ocupaciones o de los placeres
fatigosos de la ciudad durante meses enteros. Puede incluso que residan en el
campo, y que no hagan en sus casas de las grandes ciudades más que apariciones
furtivas. En cuanto a los trabajadores de todo tipo que no pueden alejarse
durante mucho tiempo a causa de las exigencias de la vida laboral, en su mayor
parte arrancan por lo menos el descanso imprescindible a sus ocupaciones para
ir a visitar los campos. Los más favorecidos se toman semanas de asueto que van
a pasar lejos de la capital, en las montañas o a la orilla del mar. Quienes
están más sojuzgados por su trabajo se limitan a huir de vez en cuando durante
algunas horas del estrecho horizonte de las calles habituales, y se sabe que
aprovechan con dicha sus días festivos cuando la temperatura es dulce y puro el
cielo: entonces cada árbol de los bosques vecinos de las grandes ciudades
alberga a una alegre familia. Una considerable proporción de negociantes y de
empleados, sobre todo en Inglaterra y en América, instalan valientemente a sus
mujeres e hijos en el campo y se condenan a sí mismos a efectuar dos veces por
día el trayecto que separa el mostrador del hogar doméstico. Gracias a la
rapidez de las comunicaciones millones de hombres pueden acumular de esta forma
las dos cualidades de ciudadano y de campesino, y cada año no cesa de
acrecentarse el número de personas que hacen así dos mitades de su vida.
Alrededor de Londres, se cuentan por cientos de miles quienes se sumergen cada
mañana en el torbellino de negocios de la gran ciudad y que vuelven cada tarde
a su apacible home de las verdeantes cercanías. La Ciudad, el verdadero centro
del mundo comercial, se despuebla de residentes; por el día, esta es la colmena
humana más activa; por la noche, se convierte en un desierto.
Desgraciadamente,
este reflujo de las ciudades hacia el exterior no se opera sin afear las
campiñas: no solamente los detritus de todo tipo obstruyen el espacio
intermedio en las ciudades y los campos; sino lo que es más grave aún, la
especulación se apodera de todos los lugares encantadores de la vecindad, los
divide en lotes rectangulares, los cerca con murallas uniformes, después
construye allí casitas pretenciosas por centenares y por miles. Para los
paseantes errabundos por estas supuestas campiñas, la naturaleza no está
representada más que por los arbustos podados y los macizos de flores que se
entrevén a través de las verjas. Al borde del mar, los acantilados más
pintorescos, las playas más encantadoras también son acaparadas en muchos
lugares por celosos propietarios, o por especuladores que aprecian las bellezas
naturales al modo de los cambistas que valoran un lingote de oro. En las
regiones montañosas frecuentemente visitadas, se apodera de los habitantes el
mismo furor de apropiación: los paisajes se fraccionan en parcelas y son
vendidos al mejor postor; todas las curiosidades naturales, la peña, la gruta,
la cascada, la grieta de un glaciar, hasta el ruido del eco, puede convertirse
en propiedad privada. Hay empresarios que arriendan las cataratas, que las
rodean con vallados de tablas para impedir a los viajeros que no paguen
contemplar las aguas tumultuosas, y que después, a fuerza de propaganda,
transforman en monedas contantes y sonantes la luz que juguetea en las
deshechas gotillas y el soplo de viento que despliega en el espacio gasas de
vapores.
*
Puesto
que la naturaleza es profanada por tantos especuladores precisamente a causa de
su belleza, no resulta extraño que agricultores e industriales en sus trabajos
de explotación eviten preguntarse si no contribuyen al afeamiento de la tierra.
Es cierto que el “rudo labriego” se preocupa muy poco del encanto de los campos
y de la armonía de los paisajes, con tal que el sol produzca abundantes
cosechas; paseando su hacha al azar por los bosquecillos, abate los árboles que
le molestan, mutila indignamente los otros y les da aspecto piadosos o de
escobas. Vastas comarcas que antes eran bonitas a la vista y deseables de
recorrer están deshonradas por completo, y se experimenta un sentimiento de
verdadera repugnancia al mirarlas. Por otra parte ocurre frecuentemente que el
agricultor, pobre en ciencia tanto como en amor por la naturaleza, se equivoca
en sus cálculos y causa su propia ruina por las modificaciones que introduce
sin saberlo en los climas. Así mismo importa poco al industrial, que explota su
mina o su manufactura en pleno campo, ennegrecer la atmósfera con los humos de
la hulla y viciarla con vapores pestilentes. Sin hablar de Inglaterra, existe
en Europa occidental un gran número de valles manufactureros cuyo aire espeso
es casi irrespirable para los extraños; allí las casas están ahumadas, incluso
las hojas de los árboles están recubiertas de hollín, y cuando se mira al sol,
casi siempre muestra su faz amarillenta a través de una espesa bruma. En cuanto
al ingeniero, sus puentes y sus viaductos son siempre idénticos, sea en la
llanura más lisa o en los desfiladeros de las montañas más abruptas; se
preocupa, no de poner sus construcciones en armonía con el paisaje, sino
únicamente en sopesar el empuje y la resistencia de los materiales [...].
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elisée reclus |
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