4 de marzo de 2017

viajante Reclus




Evolución y renovación 
de las ciudades.
Selección de textos de Élisée Reclus




1. FRAGMENTO DE UN VIAJE A NUEVA ORLEANS, 1855 (1860)

1.1. Delta del Mississippi

Ya desde hace mucho tiempo habíamos reconocido la proximidad de la gran ciudad por la atmósfera espesa y negra que pesaba sobre el horizonte lejano y por las altas torres vagamente difuminadas entre la bruma, cuando de repente, a la vuelta de un meandro, los edificios de la metrópoli del sur comenzaron a aparecer; revelándose un nuevo detalle a cada vuelta de rueda, campanario tras campanario, casa tras casa, buque tras buque; por fin, cuando el remolcador nos abandonó, la ciudad al completo desplegaba ante nosotros su inmensa media luna de dos kilómetros de longitud. Sobre el río se cruzaban en todos los sentidos los enormes vapores de comercio, los pequeños remolcadores enganchados a grandes barcos haciéndoles girar ligeramente, los puentes volantes circulando sin cesar entre la ciudad y su suburbio de Argel, los esquifes navegando como insectos en medio de todos estos monstruos poderosos. Atados a la orilla se mostraban en orden los lugres y las goletas, enseguida los altos barcos semejantes a gigantescos mastodontes en su pesebre, después los de tres mástiles formados a lo largo de la orilla en interminable avenida. Detrás de este vasto semicírculo de mástiles y de vergas, se divisaban los malecones de madera atestados de mercancías de toda clase, los coches y los carros saltando sobre el pavimento, y por fin, las casas de ladrillo, de madera, de piedra, los gigantescos carteles, el vapor de las fábricas, el tumulto de las calles. Un bello sol iluminaba ese vasto horizonte de movimiento y de ruido.


1.2. Nueva Orleans

El plano de Nueva Orleans es, como el de todas las ciudades norteamericanas, de una extrema simplicidad; sin embargo, la inmensa curva del Mississipi, que ha valido a la metrópoli del sur el poético nombre de ciudad de la Media Luna, ha impedido trazar calles perfectamente rectas de un extremo al otro de la ciudad; ha sido necesario disponer los barrios en forma de trapecios, separados uno del otro por anchos bulevares, con su base más pequeña orientada hacia el río. Por el contrario, los barrios del oeste, Lafayette, Jefferson, Carrolton, construidos sobre una isla semicircular del Mississippi, presentan al río su base más ancha, y los bulevares que los limitan por cada lado convergen sobre el lindero del bosque, en medio del cual se ha construido la ciudad. Gracias a la adjunción reciente de esos barrios, Nueva Orleans ha adquirido un nuevo aspecto, y las dos graciosas curvas que el Mississippi describe a lo largo de sus muelles, sobre una extensión de siete millas aproximadamente, deberían valerle el nombre de Double-Crescent-City.

La humedad del suelo de la capital de la Luisiana se ha convertido en proverbial, y hasta se llegó a decir que la ciudad entera, con sus edificios, sus almacenes de depósito y sus bulevares, reposaba sobre una inmensa balsa formada por el agua del río. Hoyos de sondeo excavados hasta 250 metros de profundidad han probado suficientemente que esta aseveración era errónea; pero también mostraron que el suelo sobre el cual está construida la ciudad se compone únicamente de lechos de lodo alternando con capas de arcilla y de los troncos de los árboles que se transforman lentamente en turba, y luego en carbón bajo la acción de las fuerzas de la gran fábrica de la naturaleza. Basta con excavar algunos centímetros, o, durante las estaciones de las grandes sequías, uno o dos metros, para encontrar agua fangosa; también la mínima lluvia basta para inundar las calles, y cuando una tromba de agua se abate sobre la ciudad, todas las avenidas y plazas se transforman en ríos y lagunas. Máquinas de vapor funcionan casi sin reposo para liberar a Nueva Orleans de sus aguas estancadas y verterlas, por medio de un canal, en el lago Pontchartrain, a cuatro millas al norte del río.

Se sabe que los bordes del Mississippi, como los de todos los cursos de agua que riegan las planicies aluviales, están más elevados que los campos ribereños. En ningún sitio se puede observar mejor ese hecho que en Nueva Orleans, porque hay una diferencia de cuatro metros entre las partes de la ciudad más alejadas del río y las que bordean el muelle. Por este lado, las construcciones se defienden contra las crecidas del Mississippi mediante una elevación entarimada de cien metros de anchura; además, el río, en sus inundaciones, acarrea siempre una cantidad de arena y de arcilla que consolida el levantamiento y forma una nueva batture(costa arenosa baja), sobre la cual, desde el comienzo del siglo, se han construido varias calles. Los barrios alejados del Mississippi se elevan tan solo algunos centímetros por encima del nivel del mar, y las moradas de los hombres no están allí separadas de los cenagales de cocodrilos más que por alcantarillas de agua estancada y siempre irisada. Sin embargo, un cierto relieve del suelo llamado colline en la región, que se extiende de forma inapreciable a simple vista, puede tener un metro de altura como máximo. Se puede uno hacer una idea del nivel de la planicie, aprendiendo que en el estiaje las aguas no tienen más que un declive de diez centímetros aproximadamente sobre un curso total de 180 kilómetros, desde la ciudad al Golfo de México.

El barrio más antiguo de Nueva Orleans, el que se denomina usualmente barrio francés es aún el más elegante de la ciudad; pero los franceses son una pequeña minoría, y sus casas han sido en su mayor parte adquiridas por capitalistas norteamericanos: es ahí donde se encuentra el correo, los principales bancos, las tiendas de artículos de París, la catedral y la Pera. El propio nombre de este último edificio es una prueba de la desaparición gradual del elemento extranjero o criollo. Antiguamente, ese teatro no representaba sino obras francesas, comedias o vodeviles; pero para continuar teniendo ingresos, se ha visto obligado a cambiar sus carteles y su nombre; ahora, es el público norteamericano el que le otorga su patrocinio. Es cierto que la lengua francesa desaparece progresivamente. Sobre la población de Nueva Orleans que se eleva, según las estaciones, de 120.000 a 200.000 habitantes, no se cuentan ya, mas que de seis a 10.000 franceses, es decir, una vigésima parte, y el mismo número de criollos aún no completamente norteamericanizados. Pronto el idioma anglosajón dominará sin rival al de los indios aborígenes, al de los colonos franceses y al de los españoles que se habían instalado en la región mucho antes que los emigrantes de origen inglés; no quedarán más que los nombres de las calles: Tchoupitoulas, Perdido, Bienville, etc. En el mercado francés (french market), que los extranjeros no dejaban de visitar antaño para oír ahí la confusión de las lenguas, ya no se oyen más que conversaciones en inglés. Los alemanes, siempre avergonzados de su patria, buscan probar que se han convertido en Yanquis mediante juramentos bien articulados y bromas de taberna; los negros, de inagotable parloteo, no condescienden a hablar francés sino con una especie de conmiseración para su interlocutor, y los escasos cazadores indios, orgullosos y tristes como prisioneros, responden a las preguntas con monosílabos en inglés.


El barrio americano, situado al oeste del barrio francés, del que lo separa la amplia y bella calle del Canal, está habitado principalmente por comerciantes y corredores; y es también el centro de la vida política. Allí se encuentran los hoteles, casi tan bellos como los de Nueva York, los depósitos de algodón, la mayoría de las iglesias y de los teatros, la casa principal de la ciudad; allí también se mantiene el gran mercado de esclavos. Una multitud inmensa se apresura siempre en el recinto del Bank´s arcade, alrededor del cual reina un amplio mostrador repleto de abundantes copas y de botellas. [...] Así, dicen los esclavistas, así lo exigen, según ellos “la causa misma del progreso, las doctrinas de nuestra santa religión, las leyes más sagradas de la familia y de la propiedad”.


Durante mucho tiempo, todas las casas de Nueva Orleans fueron construidas de madera: eran simples barracas, y la ciudad entera, a pesar de su extensión, tenía el aspecto de un vasto campo de feria; hoy las casas de los dos grandes barrios están, en su mayoría, construidas de ladrillos y piedras; e incluso se han atrevido a emplear el granito en la construcción de la nueva aduana. Aunque es cierto que a pesar de los fuertes pilotes de 30 metros de longitud sobre los que reposa, sus murallas ya se han hundido un pie bajo el suelo.
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Pero el principal agente de transformación de la ciudad, no es el sentido estético de los propietarios, sino el fuego. Pronto tuve la oportunidad de convencerme, porque llegué a Nueva Orleans en lo más álgido del ciclo anual de incendios. Según los poetas, el mes de mayo es la estación de la renovación; pero en la metrópoli de Luisiana, es la época de las conflagraciones. Esto se comprende, se dirá, porque es cuando los calores comienzan y el maderamen de las casas se reseca bajo los rayos del sol; es también la estación alegre durante la cual se tiene por lo común la mayor despreocupación por sus intereses. Todo esto es cierto, agregan los maledicentes, pero no hay que olvidar que al mes de mayo le precede inmediatamente el término de abril y que el incendio puede ayudar a ajustar muchas cuentas. El hecho es que durante las dos o tres últimas semanas de mayo, no transcurre una noche sin que el toque de alarma llame a los ciudadanos con su voz lenta y profunda. A menudo los purpúreos reflejos de cuatro o cinco incendios colorean al mismo tiempo el cielo, y los bomberos, despertados sobresaltadamente, no saben dónde es más necesaria su presencia. Se ha calculado que solo en la ciudad de Nueva York, las llamas devoran cada año tantos edificios como en toda Francia; en Nueva Orleans, ciudad de población cinco a seis veces menor que la de Nueva York, el papel del fuego es relativamente más fuerte todavía, puesto que la pérdida total causada por los incendios equivale a la mitad de la debida a los siniestros de esa misma naturaleza en toda la extensión del territorio francés. [...]

Los vigilantes nocturnos son muy poco numerosos como para ser de verdadera utilidad en la prevención de los siniestros. La ciudad, con una longitud de unas siete millas, sobre una amplitud media de una milla, no tiene más que un total de 240 guardias, de los cuales 120 están de servicio durante la noche. Y todavía tienen cuidado de advertir a los malhechores de su acercamiento [...]. Los grandes criminales no se dejan detener más que cuando, envalentonados por grandes éxitos, tienen la audacia de matar en pleno día. Cada año se cometen varios centenares de crímenes debidamente registrados por los periodistas, pero raramente perseguidos por los jueces. Sin embargo, el desbordamiento de iniquidades es tal, que a pesar de la despreocupación de la justicia, se realizan entre 25.000 y 30.000 arrestos por año; bien es cierto que sobre este considerable número, que supone la décima parte de la población, se cuentan de 4.000 a 5.000 negros culpables de haberse paseado sin boletos de permiso o bien enviados por sus dueños al verdugo para recibir 25 latigazos.
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Más de 2.500 tabernas, siempre llenas de bebedores ofrecen, bajo forma de aguardiente y de ron, alimento a las pasiones más violentas. Se especula tanto sobre el vicio nacional de la embriaguez, que todas las plantas bajas de los grandes hoteles están libremente a la disposición del público; en su centro, se encuentra una amplia rotonda, especie de bolsa donde los negociantes vienen a leer los periódicos y a debatir sus intereses; al lado, se abre la sala de los juegos de azar, donde los pillos dan cita a sus víctimas; en otra parte está la cantina donde se extiende una mesa pública, muy rica y abundantemente servida. La comida es completamente gratuita y cualquiera puede sentarse a la mesa; sólo hay que pagar por el aguardiente o el ron. La pasta (25 centavos) que se da por cada pequeña copa basta para cubrir con largueza los gastos de estos festines públicos. Además, la gran mayoría de las personas que entran en la sala no tocan los platos y se contentan con beber; siendo así como cientos de bebedores cotizan sin saberlo para pagar un festín a algunos pobres famélicos.

En tiempos de elecciones sobre todo, las tabernas siempre están llenas. Es necesario que el candidato se justifique ante todos los que le dan su voto, porque si no supiera tomar un cocktail con elegancia, perdería toda su popularidad y pasaría por ser un tránsfuga. Cuando los adversarios políticos se encuentran en una cantina, borrachos o en ayunas, no es raro que las palabras insultantes sean seguidas de inmediato de puñaladas o de revolvers, y más de una vez se ha visto al vencedor beber sobre el cadáver del vencido. Aunque es cierto que la ley prohíbe que se lleven armas escondidas; también, durante las elecciones, los ciudadanos más presuntuosos eluden la letra del código llenando su cintura con un verdadero arsenal a la vista de todos y, por lo general, se contenta uno con guardar bajo su vestimenta un puñal y una pistola de bolsillo [...].


Un misántropo podría comparar los vicios de nuestra sociedad europea a un mal oculto que corroe al individuo bajo su vestimenta, mientras que los vicios de la sociedad norteamericana aparecen por fuera en toda su horrorosa brutalidad. El odio más violento separa a los partidos y a las razas: el esclavista aborrece al abolicionista, el blanco abomina al negro, el nativo detesta al extranjero, el rico plantador desprecia ampliamente al pequeño propietario, y la rivalidad de sus intereses establece una barrera infranqueable de desconfianza aun entre las familias aliadas. No es en una sociedad de esta especie donde el arte puede ser seriamente cultivado. Además, las visitas periódicas de la fiebre amarilla de Nueva Orleans, convierten en imposible cualquier preocupación, además de la del comercio, y ningún negociante trata de embellecer la ciudad que se propone abandonar cuando haya amasado una fortuna suficiente. Bajo pretexto del arte, los ricos particulares se limitan a enjabelgar con cal los árboles de su jardín: ese lujo tiene la doble ventaja de complacer a sus miradas y de ser muy poco costoso. No se ha podido dar el mismo tratamiento a los paseos públicos, porque no existen: el único árbol en el interior de la ciudad es una datilera solitaria, plantada hace sesenta años por un viejo monje. Por el contrario, la ciudad ha tenido el honor de levantar una estatua de bronce a su salvador Andrew Jackson, pero ésta no tiene otro mérito que ser colosal y haber costado un millón. [...]. La municipalidad de Nueva Orleans ha ordenado al Sr. Mills una estatua de Washington que será erigida en el barrio americano.

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En cuanto a los edificios públicos, en su mayor parte no tienen ningún valor arquitectónico. Las estaciones son innobles cobertizos ennegrecidos por el humo; los teatros son en su mayoría barracas a merced de los incendios; las iglesias, exceptuando una especie de mezquita construida por los jesuitas, son todas ellas grandes ruinas presuntuosas. Además, no hay monumentos más sometidos que las iglesias a las diversas posibilidades de incendio o demolición. [...] Se trata de una especie de especulación que puede muy bien asociarse con otras; porque nada impide al ministro del Santo Evangelio ser al mismo tiempo banquero, plantador o mercader de esclavos.


El norteamericano no tiene nunca una carrera determinada; está sin cesar al acecho de los acontecimientos, esperando que la fortuna le salte en ancas y hacerse conducir al país de El Dorado. Hombres y cosas, todo cambia, todo se desplaza en los Estados Unidos con una rapidez inconcebible para nosotros, que estamos acostumbrados a seguir siempre una pauta rutinaria. En Europa, cada piedra tiene su historia; la iglesia se erige donde se levantaba el dolmen, y desde hace 30 siglos, es en el mismo lugar consagrado donde van a adorar los habitantes del país, galos, francos o franceses; nosotros obedecemos más bien a las tradiciones que a los hombres, y nos dejamos gobernar por los muertos aún más que por los vivos. En Estados Unidos, no sucede nada parecido; ninguna superstición ata al pasado ni al suelo natal, y las poblaciones, siempre móviles como la superficie de un lago que busca su nivel, se distribuyen bajo la única influencia de las leyes económicas; en la joven y creciente república, se cuentan ya muchas ruinas como en nuestros viejos imperios; la vida presente es demasiado activa y demasiado fogosa para que las tradiciones del pasado puedan dominar a las almas. El amor instintivo de la patria no existe más en los Estados Unidos en su cándida simplicidad. Para la masa, todos los sentimientos se confunden cada vez más con el interés pecuniario; para los hombres de corazón, tan escasos en Norteamérica como en todos los países del mundo, no existe otra patria que la libertad.










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 Evolución y renovación de las ciudades.
Selección de textos de Élisée Reclus



2. DEL SENTIMIENTO DE LA NATURALEZA EN LAS SOCIEDADES MODERNAS (1866)


Tanto o más que se desarrolle y se depure el sentimiento de la naturaleza, importa que la multitud de hombres exiliados de los campos, por la fuerza misma de las cosas, aumente de día en día. Los pesimistas se asustan, ya desde hace mucho tiempo, del incesante crecimiento de las grandes ciudades, y por lo tanto no siempre se percatan de la rápida progresión con la que podría operarse en lo sucesivo el desplazamiento de población hacia los centros privilegiados.

Es cierto, las monstruosas Babilonias de antaño habían reunido entre sus centenares de miles o incluso millones de habitantes: los intereses naturales del comercio, la centralización despótica de todos los poderes, la gran pugna por cargos de favor, la pasión por los placeres, habían conferido a estas poderosas ciudades la población de provincias completas: pero, siendo las comunicaciones de entonces mucho más lentas que lo son las de hoy, las crecidas de un río, la intemperie, el retraso de una caravana, la irrupción de un ejército enemigo, la sublevación de una tribu, bastaban en ocasiones para retrasar o para interrumpir los abastecimientos, y la gran ciudad se encontraba, en medio de todos sus esplendores, expuesta a morir de hambre. Por otra parte, durante esos tiempos de guerras despiadadas, estas vastas capitales acabaron siempre por convertirse en el teatro de alguna inmensa matanza, y a veces la destrucción era tan completa que la ruina de una ciudad implicaba al propio tiempo el fin de un pueblo. Se ha podido observar aún recientemente, por ejemplo en grandes poblaciones de China, qué destino estaba reservado para las grandes aglomeraciones humanas bajo el imperio de antiguas civilizaciones. La poderosa ciudad de Nanking se ha convertido en un montón de escombros, mientras que Ouchang, que parecía haber sido, una quincena de años antes, la ciudad más populosa del mundo entero, ha perdido más de las tres cuartas partes de sus habitantes.

A las causas que hacían afluir antiguamente las poblaciones hacia las grandes ciudades y que no han dejado de existir, es preciso añadir otras causas, no menos poderosas, que se asocian al conjunto de los modernos progresos. Las vías de comunicación, canales, carreteras ordinarias y ferrocarriles, irradian en número cada vez más considerable hacia los centros importantes y los rodean de mallas incesantemente densificadas. Los desplazamientos se efectúan con tanta facilidad que de la mañana a la noche las vías férreas pueden echar 500.000 personas sobre el adoquinado de Londres o de París, y en previsión de una simple fiesta, de una boda, de un entierro, de la visita de un personaje cualquiera, millones de hombres han inflado en ocasiones la población flotante de una capital. En cuanto al transporte de aprovisionamiento, se puede obrar con la misma facilidad que en el de viajeros. Desde los campos circundantes, desde todos los extremos del país, desde todas partes del mundo, los géneros fluyen por tierra y por agua hacia estos enormes estómagos que no cesan de absorber cada vez más. En caso de necesidad, si los apetitos de Londres lo exigieran, podría hacerse aportar en menos de un año más de la mitad de las producciones de la tierra.
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Ciertamente esto supone una inmensa ventaja de la que carecían las grandes ciudades de la Antigüedad, y sin embargo la revolución que los ferrocarriles y los otros medios de comunicación han introducido en las costumbres apenas ha comenzado. ¿Qué supone verdaderamente una media de dos o tres viajes por año para cada uno de los habitantes de Francia, cuando una simple excursión de un cuarto de hora efectuada en las cercanías de París o de cualquier otra gran ciudad es considerada como un viaje por la estadística? Es cierto que cada año se acrecentarán en proporciones enormes las multitudes que se desplazan, y probablemente serán sobrepasadas todas las previsiones sometidas a informe, como lo han sido desde comienzos de siglo. Es así cómo, solo para la ciudad de Londres, el movimiento de viajeros es actualmente tan importante en una sola semana como el que había hacia 1830 para la Gran Bretaña entera durante todo el año. Gracias a los ferrocarriles, las comarcas se achican sin cesar, e incluso se puede establecer matemáticamente en qué proporción se opera este empequeñecimiento del territorio, puesto que basta para ello comparar la velocidad de las locomotoras a la de las diligencias y pataches a los que han reemplazado. El hombre, por su parte, se desvincula del suelo natal con una facilidad cada vez más grande; se hace nómada, no al modo de los antiguos pastores, que siempre seguían los senderos acostumbrados y no dejaban nunca de retornar periódicamente a los mismos pastos con sus rebaños, sino de una manera mucho más completa, ya que se dirige indistintamente hacia uno u otro punto del horizonte, a cualquier parte donde le conduce el interés o la voluntad arbitraria: un muy pequeño número de estos exiliados voluntarios vuelven para morir a su país natal. Esta migración incesantemente creciente de los pueblos se pera ahora por millones y millones, y es precisamente hacia los hormigueros humanos más populosos hacia donde se dirige la gran multitud de emigrantes. Las terribles invasiones de los guerreros francos en la Galia romana no tenían quizás, desde el punto de vista etnológico, tanta importancia como estas inmigraciones silenciosas de los barrenderos de Luxemburgo y del Palatinado que vienen a incrementar cada año la población de París.


Para hacerse una idea de aquello en lo que podrían convertirse un día las grandes ciudades comerciales del mundo, si otras causas actuando en sentido inverso no deben tarde o temprano equilibrar las causas de crecimiento, basta con ver qué enorme importancia adquieren las ciudades en las colonias modernas en relación con los pueblos y las casas aisladas. En estas regiones, las poblaciones desembarazadas de los vínculos de la costumbre y libres para agruparse a su antojo, sin otro móvil que su propia voluntad, se amontona casi por entero en las ciudades. Incluso en las colonias especialmente agrícolas, tales como los jóvenes Estados americanos del Far-West, las regiones del Plata, el Queen´s-Land de Australia, la isla septentrional de Nueva Zelanda, el número de ciudadanos supera con mucho al de los campesinos: por término medio, es tres veces superior cuando menos, y no cesa de acrecentarse a medida que el comercio y la industria se desarrollan. En las colonias como Victoria y California, donde causas especiales, tales como las minas de oro y las grandes ventajas comerciales, atraen a multitud de especuladores, la aglomeración de los habitantes en las ciudades es aún más considerable. Si París era con relación a Francia lo que San Francisco es a California, lo que Melbourne es a la Australia Afortunada, la “gran ciudad” verdaderamente digna así pues de su nombre, no tendría menos de 9 ó 10 millones de almas. Evidentemente éste es en todos estos nuevos países el ideal exterior de la sociedad del siglo XIX, ya que ningún obstáculo impedía a los recién llegados distribuirse en pequeñas agrupaciones sobre toda la superficie de la región, y que ellos han preferido reunirse en vastas ciudades.

El ejemplo de Hungría o de Rusia por contraste con el de California y cualquier otra colonia moderna puede servir para demostrar qué lapso de siglos separa a los países cuyas poblaciones están todavía distribuidas como en la Edad Media, y estos donde los fenómenos de afinidad social desarrollados por la civilización moderna tienen libre juego. En las llanuras de Rusia, en la puszta húngara, apenas hay ciudades propiamente dichas, y únicamente pueblos más o menos grandes; las capitales son centros administrativos, creaciones artificiales cuyos habitantes estarían bien sobrepasados, y que perderían enseguida una notable parte de su importancia, si el gobierno no mantuviera allí una vida ficticia a expensas del resto de la nación. En estos países, la población trabajadora se compone de agricultores, y las ciudades no existen más que para los empleados y los hombres ociosos. En Australia, o en California, por el contrario, el campo no es nunca más que una simple cercanía, y los propios campesinos, pastores y labradores, tienen su espíritu orientado hacia la ciudad: son especuladores que por el interés de sus quehaceres se han alejado momentáneamente del gran centro comercial, pero que no dejarían de volver al mismo. Tarde o temprano, no se puede dudarlo, los campesinos rusos, hoy tan enraizados en el suelo natal, aprenderán a desligarse de la gleba, a la que ayer aún estaban sojuzgados; como los ingleses, como los australianos, se convertirán en nómadas y se trasladará hacia las grandes ciudades de donde les reclamarán el comercio y la industria, hacia donde les empujará su propia ambición de ver, de conocer, o de mejorar su condición.


Los lamentos de quienes gimen por la despoblación de los campos no pueden frenar el movimiento; no se conseguirá nada, todos los clamores son inútiles. Convertido, merced a un mayor bienestar y al buen mercado relativo de los viajes, posesor de esta libertad primordial “de ir y venir”, de la que podrían a la larga resultar todas las otras, el cultivador no propietario obedece a un impulso bien natural cuando toma el camino de la populosa ciudad de la que se cuentan tantas maravillas. Triste y alegre al propio tiempo, dice adiós a la casucha natal para ir a contemplar los milagros de la industria y de la arquitectura; renuncia al salario regular con el que podía contar por el trabajo de sus brazos, pero quizás alcanzará el desahogo o la fortuna como tantos otros hijos de su pueblo, y si vuelve un día al país, será para hacerse construir una mansión señorial en lugar de la sórdida morada donde ha nacido. Bien poco numerosos son los emigrantes que pueden realizar sus sueños de fortuna, son muchos más los que encuentran la pobreza, la enfermedad, una muerte prematura en las grandes ciudades; pero por lo menos los que sobreviven han podido ensanchar el círculo de sus ideas, han visto regiones diferentes unas de otras, se han formado por el contacto con otros hombres, se han convertido en más inteligentes, más instruidos, y todos estos progresos individuales constituyen una ventaja inestimable para la sociedad en su conjunto.
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Se sabe con qué rapidez se cumple en Francia este fenómeno de la emigración de los campesinos hacia París, Lyon, Toulouse y los grandes puertos marítimos. Todos los incrementos de población se hacen en beneficio de los centros de atracción, y la mayor parte de las pequeñas ciudades y pueblos se quedan estancados e incluso declina su cifra de población. Más de la mitad de los departamentos están cada vez menos poblados, y se puede citar uno, el de los Basses-Alpes, que desde la Edad Media ha perdido con certeza más de un tercio de sus habitantes. Si se tuviesen en cuenta los viajes y las emigraciones estacionales, que necesariamente tienen como resultado incrementar la población flotante de las grandes ciudades, los resultados serían mucho más evidentes todavía. En los Pirineos de Ariège, hay ciertos pueblos en los que todos sus habitantes, hombres y mujeres, los abandonan completamente durante el invierno para descender hasta las ciudades de la llanura. Por fin la mayor parte de los franceses que se ocupan de operaciones comerciales o que viven de sus rentas, sin contar multitudes de campesinos y de obreros, no dejan de visitar París y las principales ciudades de Francia, y está muy lejano el tiempo donde, en las provincias apartadas, se designaba a un obrero viajero por el nombre de la gran ciudad en la que había habitado. En Inglaterra y en Alemania se cumplen los mismos fenómenos sociales. Aunque en estas dos regiones el excedente de los nacimientos sobre las defunciones sea mucho más considerable que en Francia, sin embargo allí también los países agrarios, tales como el ducado de Hesse-Cassel y el condado de Cambridge, se despueblan en beneficio de las grandes ciudades. Incluso en América del Norte, donde la población se incrementa con tan extraordinaria rapidez, un gran número de distritos agrícolas de Nueva Inglaterra han perdido una fuerte proporción de sus habitantes luego de una doble emigración, por una parte hacia las regiones del Far-West, por otra hacia las ciudades comerciales de la costa, Portland, Boston, Nueva York.


Y sin embargo es un hecho más que conocido que el aire de las ciudades está cargado de principios mortíferos. Aunque las estadísticas oficiales no siempre ofrecen a este respecto la sinceridad deseable, no es menos cierto que en todos los países de Europa y de América la vida media de los campesinos sobrepasa en varios años la de los ciudadanos, y los inmigrantes, dejando el campo natal por la calle estrecha y nauseabunda de una gran ciudad, podrían calcular de antemano de forma aproximada cuánto tiempo acortan su vida de acuerdo con las leyes de probabilidad. No solamente es el recién llegado quien sufre en su propia carne y se expone a una muerte anticipada, sino que condena también a su descendencia. No se ignora que en las grandes ciudades, como Londres o París, la fuerza vital se agota rápidamente, y que ninguna familia burguesa no continúa ahí más allá de la tercera o como mucho de la cuarta generación. Si el individuo puede resistir a la influencia mortal del medio que le rodea, la familia al menos acaba por sucumbir, y sin la continua inmigración de provincianos y de extranjeros que marchan alegremente hacia la muerte, las capitales no podrían reclutar su enorme población. Las dosis de ciudadanos se afinan, pero el cuerpo flaquea y las fuentes de la vida se agotan. Igualmente, desde el punto de vista intelectual, todas las brillantes facultades que desarrolla la vida social son primeramente sobreexcitadas, pero el pensamiento pierde fuerza gradualmente; se cansa, después finalmente se agota con el tiempo. Ciertamente, el golfillo de París, comparado con el joven patán, es un ser lleno de vivacidad y de brío; pero, ¿no es el hermano de este “pálido granuja” a quien puede comparársele en lo físico y en lo moral a estas plantas enfermizas vegetando en ciertas cuevas en medio de las tinieblas?. Es en fin en las ciudades, sobre todo en aquellas que son más célebres por su opulencia y su civilización, donde ciertamente se encuentran los más degradados de entre los hombres, pobres seres sin que la suciedad, el hambre, la ignorancia brutal, el desprecio de todos, han puesto muy por debajo del salvaje dichoso que recorre en libertad bosques y montañas. Es al lado del esplendor más grande donde hay que buscar la abyección más ínfima; no lejos de estos museos donde se muestra en toda su gloria la belleza del cuerpo humano, niños raquíticos se calientan con la atmósfera impura exhalada por la boca de las alcantarillas.

Si el vapor trae a las ciudades multitudes que incesantemente en aumento, por otra parte se lleva a los campos a un número cada vez más considerable de ciudadanos que por un tiempo van a respirar la atmósfera libre y a refrescar el pensamiento a la vista de las flores y del verdor. Los ricos, dueños de crearse ocios a su capricho, pueden escapar de las ocupaciones o de los placeres fatigosos de la ciudad durante meses enteros. Puede incluso que residan en el campo, y que no hagan en sus casas de las grandes ciudades más que apariciones furtivas. En cuanto a los trabajadores de todo tipo que no pueden alejarse durante mucho tiempo a causa de las exigencias de la vida laboral, en su mayor parte arrancan por lo menos el descanso imprescindible a sus ocupaciones para ir a visitar los campos. Los más favorecidos se toman semanas de asueto que van a pasar lejos de la capital, en las montañas o a la orilla del mar. Quienes están más sojuzgados por su trabajo se limitan a huir de vez en cuando durante algunas horas del estrecho horizonte de las calles habituales, y se sabe que aprovechan con dicha sus días festivos cuando la temperatura es dulce y puro el cielo: entonces cada árbol de los bosques vecinos de las grandes ciudades alberga a una alegre familia. Una considerable proporción de negociantes y de empleados, sobre todo en Inglaterra y en América, instalan valientemente a sus mujeres e hijos en el campo y se condenan a sí mismos a efectuar dos veces por día el trayecto que separa el mostrador del hogar doméstico. Gracias a la rapidez de las comunicaciones millones de hombres pueden acumular de esta forma las dos cualidades de ciudadano y de campesino, y cada año no cesa de acrecentarse el número de personas que hacen así dos mitades de su vida. Alrededor de Londres, se cuentan por cientos de miles quienes se sumergen cada mañana en el torbellino de negocios de la gran ciudad y que vuelven cada tarde a su apacible home de las verdeantes cercanías. La Ciudad, el verdadero centro del mundo comercial, se despuebla de residentes; por el día, esta es la colmena humana más activa; por la noche, se convierte en un desierto.

Desgraciadamente, este reflujo de las ciudades hacia el exterior no se opera sin afear las campiñas: no solamente los detritus de todo tipo obstruyen el espacio intermedio en las ciudades y los campos; sino lo que es más grave aún, la especulación se apodera de todos los lugares encantadores de la vecindad, los divide en lotes rectangulares, los cerca con murallas uniformes, después construye allí casitas pretenciosas por centenares y por miles. Para los paseantes errabundos por estas supuestas campiñas, la naturaleza no está representada más que por los arbustos podados y los macizos de flores que se entrevén a través de las verjas. Al borde del mar, los acantilados más pintorescos, las playas más encantadoras también son acaparadas en muchos lugares por celosos propietarios, o por especuladores que aprecian las bellezas naturales al modo de los cambistas que valoran un lingote de oro. En las regiones montañosas frecuentemente visitadas, se apodera de los habitantes el mismo furor de apropiación: los paisajes se fraccionan en parcelas y son vendidos al mejor postor; todas las curiosidades naturales, la peña, la gruta, la cascada, la grieta de un glaciar, hasta el ruido del eco, puede convertirse en propiedad privada. Hay empresarios que arriendan las cataratas, que las rodean con vallados de tablas para impedir a los viajeros que no paguen contemplar las aguas tumultuosas, y que después, a fuerza de propaganda, transforman en monedas contantes y sonantes la luz que juguetea en las deshechas gotillas y el soplo de viento que despliega en el espacio gasas de vapores.
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Puesto que la naturaleza es profanada por tantos especuladores precisamente a causa de su belleza, no resulta extraño que agricultores e industriales en sus trabajos de explotación eviten preguntarse si no contribuyen al afeamiento de la tierra. Es cierto que el “rudo labriego” se preocupa muy poco del encanto de los campos y de la armonía de los paisajes, con tal que el sol produzca abundantes cosechas; paseando su hacha al azar por los bosquecillos, abate los árboles que le molestan, mutila indignamente los otros y les da aspecto piadosos o de escobas. Vastas comarcas que antes eran bonitas a la vista y deseables de recorrer están deshonradas por completo, y se experimenta un sentimiento de verdadera repugnancia al mirarlas. Por otra parte ocurre frecuentemente que el agricultor, pobre en ciencia tanto como en amor por la naturaleza, se equivoca en sus cálculos y causa su propia ruina por las modificaciones que introduce sin saberlo en los climas. Así mismo importa poco al industrial, que explota su mina o su manufactura en pleno campo, ennegrecer la atmósfera con los humos de la hulla y viciarla con vapores pestilentes. Sin hablar de Inglaterra, existe en Europa occidental un gran número de valles manufactureros cuyo aire espeso es casi irrespirable para los extraños; allí las casas están ahumadas, incluso las hojas de los árboles están recubiertas de hollín, y cuando se mira al sol, casi siempre muestra su faz amarillenta a través de una espesa bruma. En cuanto al ingeniero, sus puentes y sus viaductos son siempre idénticos, sea en la llanura más lisa o en los desfiladeros de las montañas más abruptas; se preocupa, no de poner sus construcciones en armonía con el paisaje, sino únicamente en sopesar el empuje y la resistencia de los materiales [...].


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elisée reclus




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