Hará cosa de cinco años era una persona
extremadamente lírica. Hasta resultar tal vez empalagoso. Abandoné dichas islas
pero queda alguna muestra, aquí con un faro, tal como lo dejé por última vez.
El Faro de Ibha
Los recuerdos
eran como vasos de extraños licores que al beber me empujaban por una pendiente
implacable. Sería por esta doblez que incurría mi alma, por la que me sentía
tan a gusto trabajando en el faro de esta isla llamada Ibha. Sin más visita que
los rudos pescadores que usaban la escollera de embarque para reparar sus
aparejos blasfemando de despecho ante lo que el mar les negaba. Mi trabajo de
farero era rotado trimestralmente con Mateo. Un pintor fascinado por despejar
los enigmas de la creación mediante lienzos. Su último trabajo presidía el
pasillo de entrada. Se trataba de una escena siniestra en la borda de un
ballenero en el cual unos marineros apaleaban escualos tiñendo las velas y
salpicando el agua de sangre. Mi afición en cambio era bien diferente. Cultivar
la soledad. Pensaba siempre que aquella iba a ser mi última estadía y trataba
de fijar en mi mente los perfiles de las nubes, sus colores y el ánimo del
océano. También adornaba el sombrío vestíbulo de la morada con flores
silvestres. La lentitud, el sosiego, la quietud unificadora urdía una resina,
un ligamen ávido que consistía en juntar los pedazos rotos de mi corazón.
Aunque a veces, los recuerdos, el vaho de cierto alcohol que me precipitaba por
la pendiente y la sed. Sentía de aquellos recuerdos falsedad, flotaban y se
tornaban ajenos a mi vida.
Un día
caminando por una ladera espléndidamente florecida por retamas, yerbas que
acariciaban mis tobillos y el aroma del espliego penetrando en mis pulmones
tras varias jornadas de colosales tormentas y vientos feroces, me arremetió uno
de aquellos recuerdos. Debido supongo a la presión de esos días de impetuosa
borrasca y dificultad del funcionamiento del faro. Bajé hasta una orilla y me
senté en el casco de una destartalada balandra, despintada y de maderas
churruscadas. Apresé el recuerdo e intenté avivarlo con la brisa. Enfocaba mi
gesto en el espejo del aseo de un tren de vuelta. No recuerdo la fecha. Para
esas cuestiones siempre he sido torpe o descuidado. Escenificaba en la
expresión, el reproche y el desencanto, en el gesto, un inmutable agotamiento.
Volvía de mis tres meses en tierra. Tengo la impresión de que era junio. Me
descalcé y metí los pies en la mar que el céfiro alisaba y permitía ver con
sumo detalle el fondo. En cambio la interpretación de aquel pasado, de la joven
que me puso a merced de los abismos, criatura de vitalidad desbordante me
parecía del todo artificial pues me despojaba de la propia. Liliana arrojó al
mar mi corazón. Escudándose en su inexperiencia cristalizó así mi alma. Miraba
al espejo que deformaba el romance, absorbía las sensaciones y resoplaba una
emulsión petrificante. Empero los espejos son porosos. Sería por esta cuestión
que me abrigaba en la soledad del faro. Me dejaba acunar por sus giros. Al
llegar la noche se accionaba la guía tolemaica. Limpiaba las cristaleras y
regulaba el depósito de mercurio. Permanecía contemplando absorto la aparición
de las estrellas que relucían pureza. Centelleaban sobre el horizonte con una
nostalgia amable inmovilizando el tiempo y el mundo. Pero ahora estaba encima
del esqueleto de un balandro, renqueante y moribundo y mi mente leprosa allí lo
mismo a la distancia. Era Liliana bromeando agazapada en su adolescencia del
todo indulgente cuando deshacía la valija y reía mis canas, mi piel bronceada
por el océano y los rayos de luna. Me sorprendía al recordar un parecido en el
aletazo de su mirada con Mabel. Ante la inercia mía de quitarme la ropa e ir al
encuentro del confort y la limpieza. Descorchaba mi cuerpo y recibía el
adiestramiento tanteado. Domesticando los espejismos en alta mar. Andaba hasta
el otro extremo del pasillo y entraba transformado, comprendía desganado y
redimido a la par sosteniéndome a la evidencia. Resolvía los detalles casi
idénticos y los rincones de castidad bosquejaban los inevitables
paréntesis, integrándose los pedazos abandonados y el esmero de los
cuerpos. Quisiera recordar con exactitud si pudiera. Tener memoria de elefante.
Su misterioso rito al momento de morir. Porque cuando un elefante siente que
llega su hora se aparta de la manada. Elige un acompañante y se adentra en la
sabana. Cuando llega al término acepta, dando varios círculos imaginarios, su
hora. El compañero regresa con la manada. Pero yo ahora estaba encima del
balandro. Llegaba mi hora y debía subir al faro. El cielorraso dejaba caer el
sol.
En el lado este
de la isla reinaba un silencio oscuro y la rivera parecía la entrada de un mar
inhabitado y vacío. En un extremo se encontraba el embarcadero mientras que en
el lado opuesto desembocaba un rio vigilado por la casucha del farero. Allá
lejos estaba el litoral del continente. El sol se hunde ennegreciéndo la cúpula
celeste, dejando una pincelada amoratada en el horizonte que se iba diluyendo a
medida que iba vaciándose mi botella y mi atención se desviaba de las luces del
mástil de popa de un petrolero que se encaminaba hacia la profundidad. Atrás
quedaban los días de luchas contra la tempestad. La defectuosa visibilidad y
comunicación con los barcos. Pero esa noche había arriba un asombroso dibujo de
constelaciones. Rosa, me daba la espalda cuando clavaba su ojo en el
telescopio. Fijaba con precisión los lentes en la galaxia M31, Andrómeda, y me
hablaba de las elegantes espirales logarítmicas allí impresas, tanto como en la
concha de los nautilos como en la flor que su nombre defendía. Me puse en pie y
abrí una exclusa para que entrara un poco de brisa, la fresca atmósfera me
penetraba para desenredar aquel recuerdo del fasto sonámbulo. Tan sensata
hablando del juego de atracciones y rechazos de los círculos. Docente
cimentación que trataba de apresar según ella mis facultades asilvestradas.
Decías incluso que mis ideas eran estúpidas. Insinuabas que tendía a la
fatuidad y mis palabras eran falsas monedas cuando por ejemplo presentaba mis
motivos para defender que el concepto femenino y masculino no existe por
separado y que sólo existe uno dentro del otro. El tropiezo crea balanceos y
una espiral como cuando se fusionan las galaxias te decía. Justamente acunaba
mis palabras y tú equívocamente Isabel entorpecida la enumeración y la
diferencia. Incrustándose las dos para desgajarse lo mismo en el mismo sentido
e idéntica razón de aquel corazón mío de eterno retorno al mar. Mi vida disoluta
se golpeaba contra tus planes. Las estelas silbando como golondrinas en ese
interregno tan Rosa y horriblemente la astucia de nuestros últimos encuentros
entregándonos mensajes por debajo de una puerta por culpa de la náusea, el amor
dócil y los acantilados que provocaban mis mareos y tus cefaleas simultáneas.
Andrómeda se acerca a cien mil kilómetros por hora y de su unión una nueva
galaxia.
Parece como si
al finalizar la noche en vela quedara expuesto a un lóbrego misterio, rito de
renacimiento inconsciente. Faltan quince minutos para que salga el sol y la
célula fotovoltaica así lo percibe del crepúsculo, entonces los giros cesan y
el mar es abandonado ante la indiferencia establecida por el faro. Bajo
despacio los cincuenta metros de la torre. Camino entre los pinares, medroso y
cansado hacia el venerable lecho parando antes en la boca del rio, como de
costumbre. Quito las ropas y camino por el alfaque hasta hundirme en el agua.
Mis latidos se aceleraban. La fuerza de la corriente entraba en mí trasparente
e impúdicamente, deleitado por su libertad. Si soltaba el arnés la corriente me
lanzaría lejos ante la indiferencia del universo. Así satisfacía mi espíritu en
las madrugadas. Entraba después en la casucha y cerraba la puerta con dulzura,
resbalaba al sueño para hermanarme con el silencio y la protección del mar.
Es agradecido
entre los marineros de duras travesías que vencen la mar gruesa y el
intempestivo caos de ciertos vientos la importancia de un faro. A pesar de los
adelantos tecnológicos de navegación, el faro es la presencia física que indica
la conclusión de que estás de este lado y no de otro lado, distinguir su
destello es confirmar el final de ruta. Ambos dormitábamos confiriendo al canto
de las sirenas la atención de los avistamientos.
Pues a mí me gusta la belleza lírica de este hermoso relato y no me parece para nada empalagosa. Creo que aunque dejaras estas islas, no deberías olvidarlas y volver de vez en cuando.
ResponderEliminarUn beso y buen inicio de año.
También gusto de este extraño relato, tanto que no lo observo como si fuera mío pues tras su lectura quedan posos que se mueven después. ¿Cómo decir?, flujos reticulares de libertad absoluta, perpleja, circunfleja, que no es uno, pero se siente uno.
EliminarGracias Carmela, también te deseo un buen inicio y sí, prometo ser bueno, un tanto, para poder morar, demorar-me un poco en esas islas no tan empalagosas tal vez. Así que te deseo un buen bocado/inicio de año y disfrutes del mar
;)
aquí últimamente está demasiado salado