un texto de Mariel Manrique. Poeta. [ ]
X
Se desató el diluvio dentro
de nuestros ojos. Flotaban las lupas y los termómetros, los instrumentos de
medición y los bolígrafos, los restos de los viejos jinetes de hierro, las
cajas idénticas de sedantes. Los sedantes golpeaban los dientes de leche y el
mínimo bucle de cabello, cortado y aplanado dulcemente para la eternidad del
relicario. Las cigüeñas perdían el equilibrio sobre los techos, abrían
perplejas los picos acerados y dejaban caer sus envoltorios. No queríamos
volver a la infancia pero insistíamos en sujetarla. Quién no ha deseado que le
mientan alguna vez, quién no lo ha pedido en silencio.
Los álbumes se deshacían
como los nudos de los envoltorios y hacían de cada página dispersa un álbum,
desprovisto de hilos. Caían bebés de porcelana y estallaban al besar la hierba.
Eran rompecabezas de bebés de cabezas rotas. De cada página se soltaban las
fotografías y en cada fotografía, antes inmóvil, se borraban los rasgos. El
agua ablandaba y rompía los papeles. Un resto frágil de papel empapado, donde
las formas se habían descompuesto en manchas, era el único indicio de mi
historia. Observé esas manchas hasta imprimir en mi retina su mutación, batida
por el agua en remolinos. Rescaté entre las piedras un papel, para inclinarme
sobre algo que me perteneciera. Para inventarme la evidencia insostenible de un
pasado.
"Un grave error de
cálculo", afirmó sorprendido el jugador de ajedrez, acariciando desde la
otra orilla la serpiente reluciente y larguísima que acunaba en una bolsa de
arpillera sucia, entre las piezas del tablero. "Un gesto
inútil".
Ella se rió, abrió mi puño
delicadamente y arrojó al río el papel que aferraba, barrido e impregnado de
nuevas manchas. El río recibía trastornado el diluvio y arrastraba a su paso
nuestro modesto herramental, lavando las iniciales ilusorias de nuestra
propiedad tan breve, tan escuálida. Se rió otra vez con sus largos mechones de
cabello pegados en desorden a las sienes y la camisa blanca de dormir pegada a
las costillas y los huesos. Habría que buscar en otras huellas el útero de
origen, renegar de un origen que jamás es tal desde el primer instante regido
por el tacto. Porque mi caja craneana es el vaciado perfecto de una pelvis
materna accidental, una ficción inaugural que jerarquizó y escindió mis manos de
otros cuerpos, redes circulatorias que no cesan de fluir, capas geológicas en
transición continua donde resbalarían todos los juguetes, hasta ahogarse.
Tiemblo y la pérdida vuelve
a suceder, bajo una forma que la transfigura en nueva pérdida. Intuyo la amenaza
de tormenta, me abrazo a lo que queda de mí y ese contacto apenas animal
atempera la violencia del trueno. En el trueno convergen las declinaciones
desatadas de un presente voraz, que toca y tira y corta y se lleva a su cueva
hasta los márgenes donde podría dibujarse un futuro. Entre la sístole y la
diástole, un shock eléctrico. Electrocución en el bosque donde no hay salida,
porque no hay cama ni ropero donde esconderse. "Ellos se cubren por
completo con sus membranas alares, alineados de a cientos con las uñas vueltas
anillo en la rama, como si se calzaran un impermeable o un escudo, si el viento
anuncia tormenta tropical", te escucho murmurar con la vista perdida, como
quien troca en plegaria el hábito inusual de una colonia.
"Yo ya no puedo ver.
Debería cavar". Remuevo enfebrecida la tierra húmeda, hiriéndola como una
pala mecánica. Busco la moneda que enterré en la playa, la carta que dejé en el
parque, el anillo que no supe custodiar porque creí saber lo que aún ignoro.
"No es allí, no es ese ... el lugar". De espaldas a mí, lleva mi mano
izquierda a su nuca. El temporal empuja los árboles, los somete a un dolor
soportable, los frutos caen sin partirse en pedazos. La colonia entera se ha
dormido, petrificada y perpendicular a la tierra. Mis dedos presionan
suavemente una nuca húmeda, dispuesta a madurar hacia una vida sin altares, en
la que se atraviesen los púlpitos como una bruma. Mis dedos no ven esa nuca
empeñada en disolver, como el río, las caras. Porque la mano que toca no ve el
lugar exacto que toca hasta que se ha retirado de allí. Hacer contacto es tocar
a ciegas, dejar una impresión que no constituye un resultado.
Mis cucharas, mis trapos,
mis terrores, la larga risa que enhebra mis edades, reptan hacia la curva de
mis dedos, para imprimirse en un país de piel que no se deja mirar, posado como
está en la copa de tu espalda. Decir que lo que imprimo es "mío" es
una convención absurda. Pertenezco, como todas las cosas, al flujo del agua,
que persiste en correr dando la espalda a mis preguntas. "Concédeme la
dicha de no poseerme porque, como el agua, no sabes de mí".
Los trapos y cucharas son
superposiciones de ecos. "Escucha cómo se forja el metal y se traza una
forma, recogida de un mar de formas inestables antes de que el instante se coagule
en un tiempo pretérito. Afina tu oído como las criaturas que duermen
suspendidas de las ramas, esas cadenas estáticas de triángulos negros que
esconden un finísimo radar. Te espero en el arco de la suspensión, tensado
hasta el límite donde la flecha se dispara para multiplicarse y revivir las
inagotables variaciones del tiro con arco". Estoy vaciando en tu nuca los
modos primitivos de moldear cucharas, las fórmulas de la tintura que bebieron
las telas, sumergidas en rústicos cubos sobre el desierto.
Pero esta cuestión de
aterrarme insiste en hacer nido en singular, núcleo duro con aspiración de
centro. Parálisis. "¿Y cómo sería mi amor si mi terror se moviera hasta
alcanzarte, reptara hasta hacer sombra en tu nuca? Sería un amor sin rumores
antiguos, extenuado en la tensión monocorde de mi mandíbula. Sin niños
ovillados bajo una sábana, soldaditos que mojan sus pantalones, amantes que
tiemblan al abrir un sobre. Sería un amor atascado en el pronombre
posesivo". El terror, además, no es un número divisible; es un cero donde
se estanca el agua. Se multiplica en cámaras de tortura individuales. "Si
soplara para compartirlo, te entregaría solo una copia, falsa. No hablo ni
siquiera de egoísmo, sino de soledad".
"Entonces no
hables", suspira colgada del hilo de la risa, el hilo que enhebra las
cabezas rotas. "O sí. Pero como hablan ellos, sin que podamos escucharlos
y, aunque pudiéramos escucharlos, sin que fuéramos capaces de comprender lo que
se dicen". Aparto el pelo mojado de su nuca, contemplo con ojo de cíclope
mi obra, mi intervención en su cartografía, esa impresión táctil que sacude y
altera, como una reverberación nerviosa impulsada desde la zona de contacto, su
paisaje cerebral. Tengo que ser lupa porque a las lupas se las robó la lluvia.
En cada Consolante habita un
cazador y ésta ha sido una noche de caza previsible, arropada por la voz del
astuto y reconfortada por votos de lealtad. Quien descubre y destruye las
trampas no tiene perdón de los Consolantes. La desaparición de una jaula es suficiente
para lanzar una cruzada y saciar la líbido decrépita con un risueño heroísmo de
ocasión. Reiremos aunque corra sangre cuando deje de protegernos la cultura,
cuyos vestidos se calza la barbarie.
La carpa donde quise soltar
tu cintura y la mía fue asaltada en la oscuridad. Los tajos son limpios y
certeros, hijos de la misma navaja que ahora imagino hundiéndose, entre
guirnaldas y globos de colores, en la torta de un corto aniversario. La muerden
dientes de leche sujetos a una encía, la rozan bucles rebeldes controlados por
cintas de seda. Los invitados entrenan sus incisivos predatorios y en sus
sueños se excitan ante los relicarios. Eyaculan o lloran, desolados, sobre las
inocentes tapitas de cristal. Y la navaja se guarda en la funda de la ronda doméstica.
"Marcaron su frente con
el sello de los servidores, se postraron ante los tronos del momento y
confiaron en ser salvados del desastre. No bastó, no hubiera podido bastar. La
historia fue escrita al revés. Entrarán con antorchas en las grutas. Las crías
caerán enloquecidas al guano, aterradas por el ruido y la luz, y desaparecerán
en las bocas de los insectos. Será un nuevo fragmento del apocalipsis, el libro
que es, en verdad, inmediatamente posterior al génesis".
Gira y me mira con ojos como
antorchas.
Lo sé. Es la hora del éxodo,
miles de años después de la hora del éxodo prescripto. Hay que migrar.
**************
…desviarse, desvivir. Enmudecer el cable sobre el que pisar
cultivando las vibraciones de la voz, hasta cesar el ruido de los partos. Hasta
causar el origen en cada ahora. Después, migrar. Mariel invoca, Mariel inyecta,
Mariel loca promesa del final del juego, disolverla y renacerla, engendro
ciego. Simulando la Propiedad, el Ojo deriva desinteresado Toma posición en el juego. Contempla el
hueco. Lo sentido. Enferma En amor delirante. Enfrentada a la acuñación
consensuada que reforma montañitas desde
las que se repiten consignas de soledad compartida. Solidificación impartida. Mod…
…migrar, hacer pensable el tejido. La óptica es gradualidad
NO oponer falso a verdad. Lo sentido, lo pensado se hace instante en el origen.
Sin simulacro. “Rescaté entre las piedras un papel, para
inclinarme sobre algo que me perteneciera. Para inventarme la evidencia
insostenible de un pasado.” Activa Forma aquella que microvincula desde una abertura Asienta
la devastación del presente. Evita el epílogo mientras brota en un campo demorado por la
autodestrucción. Compañeros de caza universal, caza con honda, con venablo, con
efigie, con red, caza estomacal que hostiga Aplaca las identidades en un feudo
renombrado. Prótesis. Primero la Forma, luego el Yo. Saciando. Inmune. Amaestrando
En juego. Atravesado por la visión pero ciega del reflejo limitante. Ella, yo
Inundada visión o llama que rápido se extingue ante la pantomima Predicar, depredar. Predio. El predicado se traga entre
centinelas y cazadores en la incubadora perpetua de la angustia, nuca o Cuenco
inclinado para falsos mercantes. Falsos y falsas poetas…. hálitos, cuerpos que sincretizan
su arrobo. Su bendita incertidumbre. Su inflexión a recorrer, reconocer su
interior desalojado… albañal que hace constar el avance, el residuo, la noción
de no estar nunca del todo... la superficialidad de los acusados no los deja ir
más allá de un enunciado estereotipado. Eichmann en Jerusalén. ¿Es posible
Auswitch después de la poesía? La poesía balbucea un poder de ser. Interioridad
disipada que a veces calma el agua. La visión, el juego. Y la comicidad pues,
Platón era un cómico, Freud era un cómico, Marx era un cómico y un buen jugador
de cartas también.
**************
XI
No pedirá que la siga. Ella
no pide ni enlaza. Usaba las correas que tuvimos para saltar a la soga. Escribo
a la organización central, relato la desaparición de los equipos, informo que
solo encontré un cuaderno en blanco cuando el diluvio cesó, casi hundido en el
barro y colgado ahora de la única cuerda que nos queda, secándose de a ratos
según los favores de un sol trémulo. Huelo en la tierra mojada el aroma de la
tierra sucesiva, adonde deberán enviar los paquetes de alimentos, el botiquín
de primeros auxilios y el instrumental sustituto, si quieren continuar la
expedición. No menciono el ataque de los Consolantes, enfurecidos por la
destrucción imprevista de sus trampas. Tampoco indico que la he encontrado, a
ella, en el bosque que asila a la colonia. No quiero volver a casa.
Desde la altura de esta
madurez me inclino a contemplar la seriedad de la niña frente al libro de
cuentos, acodada en el césped de un sencillo jardín familiar, provisoriamente
iluminado por las certidumbres. Las hormigas abren galerías subterráneas bajo
la línea de las azaleas.
En una habitación se angosta
y se endurece un vestido de novia, destinado a prometer caramelos durante un
día. Será encerrado prontamente en una caja de cartón, en la que un excesivo
moño rojo se afana por cubrir los largos meses de billetes trabajados por el
novio pobre, contados como panes por la noche y acunados en una lata. Los meses
del ahorro duran más sueños que el resto de los meses. En la tienda a la que
acuden las novias lustran los espejismos en los probadores, les calzan piernas
de rígida ortopedia a las sirenas y comen a escondidas sus colas amputadas. En
otra habitación una sirena se frota la hendidura y sabe que no tendrá fiesta ni
fábulas. Anhela el látigo dormido en el sexo de las novias y lava las tijeras y
los peines de su peluquería carcelaria. Cómo quisiera que su lengua arda entre
las piernas de la mujer a la que peina, fugada de la expectativa brutal que la
controla. Es duro enterrar.
Crepita la cabeza de la
novia, va secándose estrepitosamente, estalla en espirales de madre loca.
Estalla la cabeza de la sirena virgen, asfixiada. El novio pobre conversa con
las flores de la melancolía.
Estamos aquí los hijos, los
marcados. El daño cava sus túneles de insomnio, cincela sus máscaras de
buenaventura, acuña las monedas temibles del hastío. Aquí nos despertamos los
dañados en honor al honor, a la fidelidad al ábaco, el arado y el ancla, al
matrimonio concertado con las diversas patrias tutelares. Aquí exhumamos el
secreto con la pala de lágrimas. Los niños se concentran cuando sueltan las
cuentas de cálculo, abrazan al buey o dejan naufragar sus barcos en la fuente;
cuando se adentran inocentes en la estampa del ilustrador. Esa concentración
era triste y lo sé al observarla, al mirar hacia atrás, desde la vida adulta.
Usamos las sogas de saltar como correas.
El jardín implosiona,
liberándonos. Me pregunto qué haremos con esta libertad, estos restos resilientes
de psiquis.
"Quién soy yo para
pedirte que vengas conmigo. Y qué podría darte que no sangre de inercia. Cómo
ponerte un nombre y una falda a lunares o una remera a rayas de marinero.
Aunque los corte a medida te ajustarían. Con qué derecho asignarte un dios y un
alfabeto, una manera de doblar la ropa, un mundo de imágenes que recordar. Cómo
entrenarte sin vergüenza en las supuestas dosis necesarias de olvido y armarte
sin dudar una biblioteca. Cómo no dudar de mis escuelas y tener el descaro de
parirte, sin que parirte equivalga a secuestrarte. A quitarte parte del tiempo
que te ha sido dado, solo para que tengas el coraje de verme y la fortuna de
recuperarte de mí".
El jugador de ajedrez la
escucha disgustado. Ella sabe que la serpiente que educa el jugador es bolsa y
palo y tiende a enroscarse en los cuellos hasta estrangular. Ha visto bultos
enloquecidos debatiéndose a ciegas contra las paredes de su esófago. El jugador
reclama espíritus conductores y alumnos aplicados a quienes el conductor traduzca,
como un médium, una verdad sin pliegues ni costuras.
“La verdad sopla en ráfagas
de trapos sueltos”. El jugador sonríe con sarcasmo. Le gusta hacer del trapo
una bandera y una bandera con todos los trapos. En el fondo le gustan los
alumnos, los fieles, los corderos, encolumnados detrás de una bandera. Rascamos
el fondo del pozo como perros, para encontrar el tul del vestido de novia y el
alambre de púas en la frente de la sirena virgen. Me pregunto qué haremos con
los tules y alambres. Si enterraremos el peine que peinaba el viento y
rescataremos la tijera, para decapitar la peste travestida de flores que
insisten en hablarnos.
Ella está en otra parte. Se
ha puesto a gritar al pie del árbol para espantar a la colonia antes de que sea
tarde. El grito decapita las vocales, corta el tallo de alambre de las
consonantes, quema el cerrojo oculto en el tul. "Hay que migrar para
sobrevivir". Aprieta los puños para potenciar el grito. El impulso,
indiferente a toda persuasión, asciende envuelto en trapos del puño a la
laringe. Sale del ataúd del pasado donde juegan los niños, para rozar, al menos
una vez, lo salvaje. Es un grito gestado por la implosión, un hijo luminoso del
derrumbe. Ha debido templarse con esquirlas de espejos mercantiles. Ya no le
queda llanto. Lo rechaza. No puede traducirse y reducirse a un sentido común,
como es común que llore y grite quien viene de nacer en la sala de partos.
"Todos los bebés se parecen". Pero este grito adulto es
extraordinario.
Cientos de cuerpos se rozan
en el árbol, como una larga sonda en la que fluye y se transmite el suero. La
colonia ha comenzado a moverse. El rumor es apenas perceptible.
El próximo paso de los
Consolantes es dejar la navaja en su mano. Ella lo sabe.
Mira como los muertos, a
través de mí. Pasa su mano por mi pelo suelto. "No podría pedirte nada. Me
pregunto qué haré cuando no pueda verte. Pido a mi corazón, del tamaño de un
puño, que apoye sus cuatro cavidades en el suelo, que se tienda a escuchar,
arrodillado, las señales de tu corazón".
un texto de Mariel Manrique. [ ]
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…
Sí, es la hora del éxodo.
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