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PIERRE CLASTRES
La
Sociedad Contra El Estado
DE LA TORTURA EN LAS
SOCIEDADES PRIMITIVAS
1.- LA LEY LA
ESCRITURA
La
dureza de la ley, nadie la puede ignorar. Dura lex sed lex. Según las épocas y
las sociedades se inventaron diversos medios para mantener fresca en la memoria
esta dureza. En nuestra civilización la más simple y reciente fue la
generalización de la escuela, gratuita y obligatoria. Desde el momento en que
la educación se imponía como universal, ya nadie podía sin mentir -sin
transgresión- argüir su ignorancia. Ya que, dura como es, la ley es al mismo
tiempo escritura. La escritura es para la ley, la ley habita la escritura; y
conocer una es ya no poder desconocerla otra. Toda ley es, pues, escrita, toda
escritura es índice de ley. Todos los grandes déspotas que jalonan la historia
nos lo enseñan, todos los reyes, emperadores, faraones, todos los Soles que supieron
imponer su Ley a los pueblos: siempre y en todo lugar la escritura vuelta a
inventar señala de partida el poder de la ley, grabada sobre piedra, pintada
sobre las cortezas, dibujada sobre los papiros. Incluso los quipu de los Incas
pueden considerarse escritura. Las cuerdas anudadas, lejos de considerarse como
simples medios nemotécnicos de contabilidad, eran primeramente, necesariamente,
una escritura que afirmaba la legitimidad imperial, y el terror que ella debía
inspirar.
2.- LA ESCRITURA EL
CUERPO
Tal
o cual obra literaria puede enseñarnos que la ley encuentra espacios
inesperados en los que inscribirse. El oficial de la Colonie pénitentiaire
explica en detalle al viajero el funcionamiento de la máquina para escribir la
ley:
"Nuestra
sentencia no es severa. Se graba simplemente, con ayuda del rastrillo, el
párrafo violado sobre la piel del culpable. Se escribirá por ejemplo, sobre el
cuerpo de este condenado y el oficial indicaba al hombre-: “Respeta a tu
superior”.
Y
al viajero, sorprendido de saber que el condenado ignora la sentencia que le
afecta, responde el oficial juiciosamente:
"Sería
inútil hacérsela saber ya que va a aprenderla sobre su cuerpo”.
Y
más adelante:
"Usted
ha visto que no es fácil leer esta escritura con los ojos; y bien, el hombre la
descifra con sus llagas. Es ciertamente un gran trabajo: necesita seis horas
para terminar”.
Kafka
designa aquí al cuerpo como superficie de escritura, como superficie apta para
recibir el texto legible de la ley.
Y
si se objeta la imposibilidad de llevar al plano de los hechos sociales lo que
es solo imaginería de escritor, podremos responder que el delirio kafkiano
aparece más bien anticipándose y que la ficción literaria anuncia la más
contemporánea realidad. El testimonio de Martchenko ilustra sobriamente la
triple alianza, adivinada por Kafka, entre la ley, la escritura y el
cuerpo:
Entonces
nacen los tatuajes.
Conocí
a dos antiguos de derecho común que llegaron a ser “políticos”; uno respondía
al sobrenombre de Moussa, el otro al de Mazaí. Tenían la frente, las mejillas
tatuadas: “Comunistas-Verdugos”, “Los comunistas chupan la sangre del pueblo”.
Más tarde había de encontrar muchos deportados que llevaban máximas semejantes
grabadas sobre sus rostros. Muy a menudo en toda su frente se leía en gruesas
letras: “ESCLAVOS DE KHROUTCHTCHEV”, “ESCLAVO DEL P. C. U. S”.
Pero
algo, en la realidad de los campos de la U. R. S. S. en el curso del decenio
60-70), supera la misma ficción de la colonia penitenciaria. Es que aquí el
sistema de la ley necesita una máquina para escribir el texto sobre el cuerpo
del prisionero que soporta la prueba pasivamente, mientras que, en el campo
real, la triple alianza, llevada a su extremo de unidad, determina la abolición
de la misma máquina: o más bien, es el mismo prisionero que se transforma en
máquina de escribir la ley, y que la inscribe sobre su propio cuerpo. En las
colonias penitenciarias de Moldavia, la dureza de la ley encuentra su
enunciación en el mismo cuerpo, en la misma mano del culpable-víctima. Se ha
alcanzado el límite, el prisionero está absolutamente fuera de la ley: su
cuerpo escrito lo dice.
3.- EL CUERPO EL
RITO
Numerosas
sociedades primitivas marcan la importancia que otorgan a la entrada de los
jóvenes en la edad adulta por la institución de los ritos llamados de pasaje.
Estos rituales de iniciación constituyen a menudo un eje esencial en relación
con el cual se ordena en su totalidad la vida social y religiosa de la
comunidad. Ahora bien, casi siempre el rito iniciático pasa por el cuerpo de
los iniciados. Es el cuerpo que la sociedad designa inmediatamente como único
espacio propicio para llevar el signo de un tiempo, la huella de un pasaje, la asignación de un
destino. ¿A qué secreto inicia el rito que, por un momento, toma completa
posesión del cuerpo iniciado? Proximidad, complicidad del cuerpo y del secreto,
del cuerpo y de la verdad que revela la iniciación: reconocer eso conduce a
precisar la interrogación. ¿Por qué es necesario que sea el cuerpo individual
el punto de reunión del ethos tribal, por qué el secreto sólo puede ser
comunicado mediante la operación social del rito sobre el cuerpo de los
jóvenes? El cuerpo mediatiza la adquisición de un saber, ese saber se inscribe
sobre el cuerpo. Naturaleza de ese haber transmitido por el rito, función del
cuerpo en el desarrollo del rito: doble cuestión en la que se resuelve la del
sentido de la iniciación.
4.- EL RITO DE LA
TORTURA
"Oh!
horribile visu, et mirabile dictu. Gracias a Dios terminó, y voy a poder
contarles todo lo que he visto”.
George
Catlin acaba de asistir, durante cuatro días, a la gran ceremonia anual de los
Indios mandan. En la descripción que ofrece, como en los dibujos que la
ilustran -ejemplares de finura, el testimonio no puede dejar de decir, a pesar
de la admiración que siente por esos grandes guerreros de los Llanos, su miedo
y su horror frente al espectáculo del rito. Si bien el ceremonial es toma de
posesión del cuerpo por la sociedad, ésta no se apodera de él de cualquier
modo: casi constantemente, y es lo que aterroriza a Catlin, el ritual somete el
cuerpo a la tortura:
"Uno
por uno, los jóvenes ya marcados por cuatro días de ayuno absoluto y tres
noches sin sueño, avanzaron hacia sus verdugos. Había llegado la hora”.
Hoyos
perforados en el cuerpo, púas pasadas por las heridas, colgadura, amputación,
la última carrera, carnes destrozadas: los recursos de la crueldad parecen
inagotables. Y sin embargo:
"La
impasibilidad, diría incluso la serenidad con que esos jóvenes soportaban su
martirio era aún más extraordinaria que el mismo suplicio. Algunos incluso, al
darse cuenta que yo dibujaba, llegaron a mirarme a los ojos y a sonreír,
mientras que al escuchar como el cuchillo chirriaba en la carne, yo no podía
retener mis lágrimas”. De una a otra
tribu, de una a otra región, las técnicas, los medios, los objetivos
explícitamente afirmados de la crueldad varían; pero al fin permanece igual:
hay que hacer sufrir. Nosotros mismos hemos descrito en otra parte la
iniciación de los jóvenes guayakí, cuyas espaldas se labran en toda su
superficie. El dolor siempre termina por ser insoportable: silenciosamente, el
torturado se desmaya. Entre los famosos mbayá-guaycurú del Chaco paraguayo, los
jóvenes en edad de ser admitidos en la clase de los guerreros debían también pasar
por la prueba del sufrimiento. Con la ayuda de un hueso de jaguar afilado, se
les perforaba el pene y otras partes del cuerpo. El precio de la iniciación era
allí también el silencio.
Se
podría multiplicar al infinito los ejemplos que nos enseñarían todos una y la
misma cosa: en las sociedades primitivas, la tortura es la esencia del ritual
de iniciación. ¿Pero esta crueldad impuesta al cuerpo pretende sólo medir la
capacidad de resistencia física de los jóvenes, tranquilizar a la sociedad
sobre la calidad de sus miembros? ¿Sería el objeto de la tortura en el rito
solamente el de proporcionar la ocasión de demostrar un valor individual?
Catlin expresa este punto de vista clásico perfectamente:
"Mi
corazón sufrió con tales espectáculos, y me llenaron de asco tan abominables
costumbres: pero estoy dispuesto sin embargo, y con todo mi corazón, a excusar
a estos Indios, a perdonarles las supersticiones que los conducen a actos de
tal salvajismo, por la valentía que demuestran, por su notable poder de resistencia,
en una palabra por su estoicismo excepcional”.
Si nos detenemos aquí, nos condenamos a desconocer la función del
sufrimiento, a reducir infinitamente el alcance de su apuesta, a olvidar que la
tribu enseña con ella algo al individuo.
5.- LA TORTURA LA
MEMORIA
Los
iniciadores velan para que la intensidad del sufrimiento llegue a su colmo. Un
cuchillo de bambú bastaría, entre los guayakí para cortar la piel de los
iniciados. Pero no sería suficientemente doloroso. Es necesario, pues, utilizar
una piedra, un poco cortante, pero no demasiado, una piedra que, en vez de
cortar, desgarre. Por eso, un hombre experto se va a explorar el lecho de
ciertos ríos, donde se encuentran estas piedras de tortura.
Georges
Catlin constata entre los mandan una preocupación similar en la intensidad del
sufrimiento:
“...El
primer doctor levantaba entre los dedos alrededor de dos centímetros de carne
que perforaba de un lado a otro con su cuchillo de escalpar cuidadosamente mellado
para hacer más dolorosa la operación”.
Y
del mismo modo que el escarificador guayakí, el chamán mandan tampoco
manifiesta ninguna compasión:
"Los
verdugos se aproximaban; examinaban su cuerpo escrupulosamente. Para que el
suplicio cesara, era necesario que estuviese, según su expresión, enteramente
muerto, es decir, desvanecido”.
Exactamente
en la misma medida en que la iniciación es, indiscutiblemente, una prueba de la
valentía personal, ésta se expresa en el silencio que se opone al sufrimiento.
Pero luego de la iniciación, y cuando ya se ha olvidado todo sufrimiento,
subsiste como excedente, como irrevocable excedente, las huellas que dejan en
el cuerpo la operación del cuchillo o de la piedra, las cicatrices de las
heridas recibidas. Un hombre iniciado es un hombre marcado. El objetivo de la
iniciación, en su momento de tortura, es marcar el cuerpo: en el ritual
iniciático la sociedad imprime su sello en el cuerpo de los jóvenes. Ahora
bien, una cicatriz, una huella, una marca son imborrables. Inscritas como
permanecen, en la profundidad de la piel, ellas testimoniarán siempre,
eternamente, que si el dolor sólo puede ser un mal recuerdo, se experimentó sin
embargo en el temor y el temblor. La marca es un obstáculo para el olvido, el
mismo cuerpo lleva impresas las huellas del recuerdo, el cuerpo es una
memoria.
Pues
se trata de no perder la memoria del secreto confiado por la tribu, la memoria
de ese saber del que en lo sucesivo son depositarios los iniciados. ¿Qué es lo
que ahora saben el joven cazador guayakí, el joven guerrero mandan? La marca
señala sin duda su pertenencia al grupo: “Eres de los nuestros, no lo
olvidarás.” Las palabras faltan al misionero jesuita Martín Dobrizhoffer para
calificar los ritos de los abipones que tatúan cruelmente el rostro de las
niñas en el momento de su primera menstruación. Y a una de ellas, que no puede
dejar de gemir con la mordedura de las espinas, he aquí lo que grita, furiosa,
la mujer que la tortura:
“¡Basta
de insolencia! ¡No eres digna de nuestra raza! ¡Monstruo que no eres capaz de
soportar el cosquilleo de la espina! ¿No sabes acaso que perteneces a la raza
de los que llevan heridas y se sitúan entre los vencedores? Eres una vergüenza
para los tuyos, ¡débil mujercita! Pareces más blanda que el algodón. No hay
duda de que morirás soltera. ¿Acaso alguno de nuestros héroes te juzgará digna
de unirte a él, miedosa?”
Y
recordemos como, un día de 1963 los guayakíes se cercioraron de la verdadera
“nacionalidad” de una joven paraguaya: arrancándole completamente los vestidos
descubrieron en los brazos tatuajes tribales. Los blancos la habían capturado
en su infancia.
Medir
la resistencia personal, significar una pertenencia social: tales son las dos
funciones evidentes de la iniciación como inscripción de marcas en el cuerpo.
¿Pero es verdaderamente todo lo que debe retener la memoria adquirida con el
dolor? ¿Hay que pasar realmente por la tortura para recordar siempre el valor
del yo y de la conciencia tribal, étnica, nacional? ¿Dónde está el secreto
transmitido, dónde el saber revelado?
6.- LA MEMORIA LA LEY
El
ritual iniciático es una pedagogía que va del grupo al individuo, de la tribu a
los jóvenes. Pedagogía de afirmación y no diálogo: es por eso que los iniciados
deben permanecer silenciosos bajo la tortura. El que no habla consiente. ¿Qué
consienten los jóvenes? Consienten en aceptarla por lo que son en adelante:
miembros totales de la comunidad. Nada más, nada menos. Y están
irreversiblemente marcados como tales. He aquí el secreto, pues, que el grupo
revela, a través de la inclinación, a los jóvenes: “Ustedes son de los
nuestros. Cada uno de ustedes es igual a nosotros, cada uno de ustedes es igual
a los demás. Llevan el mismo nombre y no cambiarán. Cada uno de ustedes ocupa
entre nosotros el mismo espacio y el mismo lugar: lo conservarán. Ninguno de
ustedes es menos que nosotros, ninguno de ustedes es más que nosotros. Y no
podrán olvidarlo. Incesantemente, las mismas marcas que hemos dejado en los
cuerpos les recordarán”.
O,
en otros términos, la sociedad dicta su ley a sus miembros, inscribe el texto
de la ley en la superficie del cuerpo. Porque la ley que funda la vida social
de la tribu, nadie puede olvidarla.
En
el siglo XVI, decían los primeros cronistas, a propósito de los indios
brasileños, que eran gente sin fe, sin rey, sin ley. Ciertamente, esas tribus
ignoraban la dura ley de división, la que en una sociedad dividida impone el
poder de algunos sobre todo el resto. Esa ley, ley de rey, ley del Estado, es
ignorada por los mandan, los guaycurús, los guayakís y los abipones. La ley que
ellos aprenden a conocer en el dolor es la ley de la sociedad primitiva que le
dice a cada uno: Tú no vales menos que otro, tú no vales más que otro. La ley
inscrita en el cuerpo, señala el rechazo de la sociedad primitiva a correr el
riesgo de la división, el riesgo de un poder separado de ella misma, de un
poder que se le escaparía. La ley primitiva, cruelmente enseñada, es una
prohibición de la desigualdad, de la que cada uno guardará memoria. Siendo la
misma substancia del grupo, la ley primitiva se hace substancia del individuo,
voluntad personal de cumplir la ley. Escuchemos una vez más a George
Catlin:
“Aquel
día parecía que una de las rondas no terminaría jamás. Por más que se
arrastraba indefinidamente a un desgraciado que llevaba un cráneo de alce
enganchado en una pierna, ni la carga caía ni se rompía la carne. Era tal el
peligro que corría el pobre muchacho que se levantaron clamores de piedad en la
muchedumbre. Pero la ronda continuaba, hasta que el maestro de ceremonias en
persona dio orden de detenerse.
Aquel
joven era particularmente hermoso. Recuperó pronto su sentido y no sé cómo le
volvieron las fuerzas. Examinó calmadamente su pierna sangrante y desgarrada y
la carga enganchada todavía en su carne y luego, con una sonrisa de desafío, se
arrastró gateando a través de la muchedumbre que se abría delante de él hasta
el Prado (en ningún caso los iniciados tienen derecho a caminar mientras sus
miembros no hayan sido liberados de todas sus púas). Logró hacer más de un
kilómetro, hasta un lugar alejado donde permaneció solo tres días y tres noches,
sin ayuda ni alimento, implorando al Gran Espíritu. Al término de ese lapso, la
supuración lo liberó de la púa, y se volvió al pueblo, caminando con las manos
y las rodillas, ya que estaba en tal estado de agotamiento que no podía
levantarse. Se le curó, se le alimentó y pronto se restableció”.
¿Qué
fuerza impulsaba al joven mandan? Desde luego no la de un afán masoquista, sino
el deseo de fidelidad a la ley, la voluntad de ser, ni más ni menos, igual a
los demás iniciados.
Decíamos
que toda ley es escrita. He aquí como se reconstruye, de cierto modo, la triple
alianza ya reconocida: cuerpo, escritura, ley. Las cicatrices dibujadas en el
cuerpo es el texto inscrito de la ley primitiva, es en este sentido una
escritura en el cuerpo. Las sociedades primitivas son, dicen con fuerza los
autores del Anti-Edipo, sociedades de la marca. Y en esta medida las sociedades
primitivas son, efectivamente, sociedades sin escritura, pero en el sentido en
que la escritura indica primeramente la ley de división, lejana, despótica, la
ley del estado que escriben sobre el cuerpo los codetenidos de Martchenko. Y es
precisamente -nunca se insistirá suficientemente en ello- para conjurar esa
ley, ley fundadora y garante de la desigualdad, es contra la ley de Estado que
se plantea la ley primitiva. Las sociedades arcaicas, sociedades de la marca,
son sociedades sin Estado, sociedades contra el Estado. La marca en el cuerpo,
igual en todos los cuerpos, enuncia: No tendrás el deseo del poder, no tendrás
el deseo de sumisión. Y esta ley de la no división no puede hallar para
inscribirse sino un espacio sin división: el cuerpo mismo.
Profundidad
admirable de los salvajes, que de antemano sabían todo eso, y cuidaban, al
precio de una terrible crueldad, de evitar el advenimiento de una crueldad aún
más aterradora: la ley escrita en el cuerpo es un recuerdo inolvidable.
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[1934 - 1977]