JULIO CORTÁZAR - Un pequeño paraíso- /México 1983
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Las formas de la felicidad son muy variadas, y no debe extrañar que los
habitantes del país que gobierna el general Orangu se consideren dichosos
a partir del día en que tienen la sangre llena de pescaditos de oro.
De hecho los pescaditos no son de oro sino simplemente dorados, pero basta
verlos para que sus resplandecientes brincos se traduzcan de inmediato en
una urgente ansiedad de posesión. Bien lo sabía el gobierno cuando un
naturalista capturó los primeros ejemplares, que se reprodujeron
velozmente en un cultivo propicio. Técnicamente conocido por Z-8,
el pescadito de oro es sumamente pequeño, a tal punto que si fuera posible
imaginar una gallina del tamaño de una mosca, el pescadito de oro tendría
el tamaño de esa gallina. Por eso resulta muy simple incorporarlos al
torrente sanguíneo de los habitantes en la época en que éstos cumplen los
dieciocho años; la ley fija esa edad y el procedimiento
técnico correspondiente.
Es así que cada joven del país espera ansioso el día en que le será dado
ingresar en uno de los centros de implantación, y su familia lo rodea con
la alegría que acompaña siempre a las grandes ceremonias. Una vena del
brazo es conectada a un tubo que baja de un frasco transparente lleno de
suero fisiológico, en el cual llegado el momento se introducen veinte
pescaditos de oro. La familia y el beneficiado pueden admirar
largamente los cabrilleos y las evoluciones de los pescaditos de oro en el
frasco de cristal, hasta que uno tras otro son absorbidos por el tubo,
descienden inmóviles y acaso un poco azorados como otras tantas gotas de
luz, y desaparecen en la vena. Media hora más tarde el ciudadano posee su
número completo de pescaditos de oro y se retira para festejar largamente
su acceso a la felicidad.
Bien mirado, los habitantes son dichosos por imaginación más que por
contacto directo con la realidad. Aunque ya no pueden verlos, cada uno
sabe que los pescaditos de oro recorren el gran árbol de sus arterias y
sus venas, y antes de dormirse les parece asistir en la concavidad de sus
párpados al ir y venir de las centellas relucientes, más doradas que nunca
contra el fondo rojo de los ríos y los arroyos por donde se deslizan. Lo que
más los fascina es la noción de que los veinte pescaditos de oro no tardan
en multiplicarse, y así los imaginan innumerables y radiantes en todas
partes, resbalando bajo la frente, llegando a las extremidades de los
dedos, concentrándose en las grandes arterias femorales, en la yugular, o
escurriéndose agilísimos en las zonas más estrechas y secretas. El paso
periódico por el corazón constituye la imagen más deliciosa de esta visión
interior, pues ahí los pescaditos de oro han de encontrar toboganes, lagos
y cascadas para sus juegos y concilios, y es seguramente en ese gran puerto
rumoroso donde se reconocen, se eligen y se aparean. Cuando los muchachos
y las muchachas se enamoran, lo hacen convencidos de que también en sus
corazones algún pescadito de oro ha encontrado su pareja. Incluso ciertos
cosquilleos incitantes son inmediatamente atribuidos al acoplamiento de
los pescaditos de oro en las zonas interesadas. Los ritmos esenciales de
la vida se corresponden así por fuera y por dentro; sería difícil imaginar
una felicidad más armoniosa.
El único obstáculo a este cuadro lo constituye periódicamente la muerte de
alguno de los pescaditos de oro. Longevos, llega sin embargo el día en que
uno de ellos perece, y su cuerpo, arrastrado por el flujo sanguíneo,
termina por obstruir el pasaje de una arteria a una vena o de una vena a un
vaso. Los habitantes conocen los síntomas, por lo demás muy simples: la
respiración se vuelve dificultosa y a veces se sienten vértigos. En ese caso
se procede a utilizar una de las ampollas inyectables que cada cual
almacena en su casa. A los pocos minutos el producto desintegra el
cuerpo del pescadito muerto y la circulación vuelve a ser normal. Según
las previsiones del gobierno, cada habitante está llamado a utilizar dos o
tres ampollas por mes, puesto que los pescaditos de oro se han reproducido enormemente
y su índice de mortalidad tiende a subir con el tiempo.
El gobierno del general Orangu ha fijado el precio de cada ampolla en
un equivalente de veinte dólares, lo que supone un ingreso anual de varios
millones; si para los observadores extranjeros esto equivale a un pesado
impuesto, los habitantes jamás lo han entendido así, pues cada ampolla los
devuelve a la felicidad y es justo que paguen por ella. Cuando se trata de
familias sin recursos, cosa muy habitual, el gobierno les facilita las ampollas
a crédito, cobrándoles como es lógico el doble de su precio al contado. Si aún
así hay quienes carecen de ampollas, queda el recurso de acudir a un
próspero mercado negro que el gobierno, comprensivo y bondadoso, deja
florecer para mayor dicha de su pueblo y de algunos coroneles. ¿Qué
importa la miseria, después de todo, cuando se sabe que cada uno tiene sus
pescaditos de oro, y que pronto llegará el día en que una nueva generación
los recibirá a su vez y habrá fiestas y habrá cantos y habrá bailes?
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