Necesito tomar esta figura desde más atrás pensaba, el incendiario desprecio por el pasado colma en mis tareas un desequilibrio nada grato. La tarde se consumió y no había escrito un solo renglón. Entre cigarrillos, la observación detenida de los árboles del patio, la caída del mate, la escucha de casetes, y la tarde se arruinaba mientras rumiaba con los brazos apoyados en el escritorio. En proceso íntimo con el que cristalizar los personajes de mi cuento. Aquel coqueto talento indomable de inserto esponjoso que tiende a encarnarse, posándose cual mirlo tras un lastrero vuelo en el alfeizar de mi ventana, y agonizar. Para entonces el tiempo se detuvo y me dirigí al espejo del pasillo que preside en un taburete delante de la puerta de entrada las visitas, quedándome ahí quieto, articulando los pedacitos de mi ser para borrar las reservas que siempre quedan entre líneas, las malditas convenciones adultas. Aunque todavía no había escrito un solo renglón del cuento. ¿Cuando abra la puerta, en qué se habrá convertido el mundo? Sentí una fuerza paralizante. Era la puerta de mi casa, y sin embargo la puerta del espejo a mi espalda. Y más allá el mundo que frecuento y habito. Observé la relación que puede haber entre la escena de un teatro y la escena de la realidad misma. Muchos personajes tienen su morada en ambos mundos sin pertenecer a ninguno en concreto. Muchas personas poseen el mismo artificio. En cambio yo podría quedarme allí de pie flotando y espesándome en el aire, sin pertenecer a ninguno de los dos mundos. Simplemente tenía que quedarme en silencio y tangible. Sugerido sin palabras. Sin un renglón. Incluso mirando el reflejo podía satisfacer las apetencias de por ejemplo ver entrar quién vendría al día siguiente. Encarcelado allí se encontraba un beso. No último. No existe conclusión. La imaginación se desgaja de lo real porque nada es sólo una cosa, tantea varias. Así que respiré profundamente y comprendí que no podría desprenderme de la autarquía de las palabras. Que tras un rato disolviéndome en el pasillo me encaminaría al escritorio para un primer renglón. Sobre el alfeizar me esperaría el gato gris y viejo de la vecina para inspirarme con su juiciosa mirada de entendido.
Apagué las luces y salí. Sonriendo en el descansillo se topaba la dueña de Petronio al que acariciaba mientras llenos de agitación bajaban los niños del tercero. Ella es quien le permite todo y aún así no podía evitar la salmodia, haz el favor de escucharme cuando te hablo. Para avergonzarlo ante mi presencia pellizcaba su hocico. Buenas noches. El mundo seguía sus buenas costumbres, cierto. Caminé alejándome del centro hacia el puerto sintiendo un bochorno estival. El cielo noctívago se cubría con una tupida niebla amarillenta. Hubiera podido hacer una brecha de un latigazo si tuviera, pero sería una espinosa y desencantadora opción intentar domesticar el cielo. Como respuesta, crujió. En fin, la porquería de los callejones y de la playa por los festejos patronales sería apaleada. Me cobijé en la marquesina del club de piragüismo. Dos pescadores haciendo movimientos negativos con la cabeza recogían sus cañas y se iban apurando el paso. El preludio de la lluvia fue magnífico pues me inmolé en la luz de los relámpagos. El brillo espectral confería a la ciudad, con sus sacudidas, un semblante noble. Las súbitas fulguraciones dieron rienda a una inmensa caída de agua desparramando así, lo que parecía; volcar el mar sobre la ciudad. Y yo tenía la oportunidad de ser un pez, dejar al hombre con sus reflexiones en la marquesina y bucear por las calles. Sin prisa, comprendí, me obedecía una cola.
Sin retardos el rio de lluvia se apropió de cuanto había, rebalsando aceras y escalones, removiendo la tierra de los jardines y girando sobre las alcantarillas a punto de cerrar sus hendiduras. En las cafeterías la gente miraba con la cara pegada a los cristales. Sorprendidos por mi zambullida supongo, y por el riesgo que corrían sus locales de ser tomados. Aquella noche los coches guardados en los garajes tendrían a sus dueños alerta. Poco a poco tendrían que convencerse que sería inútil desvelarse y se dejarían arrastrar por el sueño. Sentimiento que me movía en aquellos instantes puesto que me imaginaba pez sin ceremonia que se dejaba llevar por una corriente. Aunque me acercaba a mi casa, donde me esperaba el escritorio con la hoja sin un solo renglón. Metí la llave en el portal. Recordé que hacía cinco años esta operación sucedió con la cerradura ahogada puesto que la cubría el agua, vivo cerca de un rio, que nace en una montaña cercana. Subí las escaleras y abrí la puerta, pero sin encender las luces, porque se filtraba como en una colmena una tenue luz almibarada. Cerré la puerta y me acerqué al espejo. Estaba ennegrecido y era un espejo de tinta.
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