Todas las tardes al salir de la escuela tenían los niños la costumbre de jugar en el jardín de Antonio.
Tenía un magnífico roble rebosante de ramas cargadas de hojas con pájaros alegres. La fantástica sombra protegía a las criaturas en sus interminables juegos a las horas más calurosas.
-¿Tú marido no viene este verano?-
Les mintió y ocultó su estancia en el hospital. Donde yacía grave luchando una vez más para sanar su corazón de gigante. Les contó que todavía estaba en las islas Martinica construyendo bungalós y pintando cuadros. En el jardín, continuaba cerrada su garita donde pasaba las alboradas trabajando en madera muñecos y máscaras, juegos que luego servían de divertimento para los pequeños. Ellos nunca tuvieron hijos. No se los pudo dar y él nunca quiso adoptar uno. Entraba al salón y se sentaba en la mecedora que trajo un día de las islas antillanas. Allí se quedaba a vigilarlos. Mientras ella se ocupaba de limpiar, planchar y preparar la merienda para las exhaustas pirañas.
Se convertía en un eterno guardián al que amaban y les daba igual que un anfitrión imperial, el sentimiento protector y la tranquilidad absoluta en un inimaginable entorno. Insinuándose el final del día y el final de las labores domésticas y el final de sus juegos indómitos.
-Fijaos bien al cruzar la vía- Decía.
Después de que lo despeinaran cariñosamente y envolvieran de besos y abrazos. A veces les leía antes de que se marcharan. Elegía al azar un libro pues les encargaba a ellos alcanzarlo y que abrieran libremente la página. Entonces leía. Y ella ya sabía que tenía que calentar y preparar el mate. La ininterrumpida marcha de pensamientos comenzaba a hervir el agua. Escuchaba su voz y recordaba los casi cincuenta años de matrimonio. La memoria transforma. El amor moldea ese espacio infinito de presuntas realidades. Estimulando igual que aquellas lecturas a los niños. Las personas cambian pero seguían unidos, cosidos al mismo lienzo. Todavía conservo la quemadura con agua derramada en mi muslo, pensaba, cuando lo conocí con quince años. A mil leguas de hoy quedaron los acendrados prejuicios por la diferenciada edad. Y siempre alerta, supo izar mi felicidad cuando se inmiscuía la tristeza por muy densa que fuera. Quería embriagarme de vida. Ahora, no sé si está vivo. Vigilo a los niños y pienso. Sí, puedo imaginar un mundo muy agradable. Encontrar un discurso acogedor y acreedor de buenas voluntades. Confiar en los impulsos benévolos del corazón. Pero cada vez que éste se detenía en el pecho de Antonio, todo entraba en un túnel donde las llamas abrasaban amargamente el alma. Tres veces con esta última. Llegaran a la Argentina con la idea de respirar un aire nuevo. Gastar los ahorros en recorrerla y durante las pausas, vivir en esta quinta y descansar. El destino los desafió y les impuso esta amarga prueba.
Sobre el blando césped moteado de flores, las aves gustaban de las semillas de la centinodia. En un rincón, los pequeños armaban un rompecabezas en el cual debían colocar las piezas de madera y crear figuras. Ahora parecía que daban forma a un gato. Pues tenían puestas unas ramitas a modo de bigotes. El sol mientras tanto encajaba en el salón como una ficha más arrojándose sobre el piso, y ya tanteaba sus pies agotados. Aquí disminuía el cansancio, se calmaba la preocupación y vigilaba en silencio la vitalidad de los pequeños. El sueño la tomó en sus labios y le susurró los lugares que todavía les quedaban por visitar. Un dibujo gigante de su rostro joven. Sobre la cama los equipajes dispuestos. Unos brazos con guantes negros depositaban ceremoniosamente la ropa de invierno. Sintió un olor a cera quemada y se despertó. Todo continuaba en su lugar. Aunque la tarde había vencido pues del sol quedaba un dulce candor en el aire y largas sombras sobre el jardín. Notó en falta a Sofía. Se levantó y acercó a preguntarles pero de inmediato sobresalió su linda cabecita dorada por una brecha abierta en la tapia. Con la boca sujetaba un hermoso clavel rojo y la miró dulce e inocente. Acomodó la tapa que tapaba aquel hueco y le regaló la flor.
-Ven conmigo cariño. Hoy me ayudarás a preparar la merienda-
Llenó de agua una vasija y cortó el tallo del clavel, introduciéndolo lentamente mientras ella ponía el mantel blanco, ordenaba los vasos, platos, y cortaba el pan duro. Se miraron de reojo y le preguntó si extrañaba a Antonio. Sofía rezaba para que el barco lo trajera prontito de vuelta. Prendió el fuego y vertió leche en un cuenco, tres yemas en otro y comenzó a empapar los panecillos enharinados. Con la creencia de que tras su inocencia, albergaba un pacto secreto, escrito en su mirada. Abrió las ventanas y se obligó a salir.
Fue hasta la calle y escuchó un fuerte motor que se acercaba. Alguien encendió las luces despertando el interés de las polillas. Ganó dureza el ruido de aquel motor. Provenía de una gran motocicleta amarilla conducida por una linda mujer que venía con la mano en alto saludando. Los pequeños se pusieron en seguida a gritar ofreciendo sus delicadas voces en el borde de la tapia. Tenía el pelo suelto golpeándose en el aire como la cola de un hermoso pez, y le pareció ver en sus brazos desnudos lunares que semejaban estrellas fugaces. La contempló hasta que se convirtió en un punto en el horizonte. Imaginó que también ella leyó en sus ojos aquel pacto secreto. Que anhelaba mantener distante la hora definitiva. El adiós seguido del silencio profundo.
Sofía estaba repartiendo más limonada mientras todos comían. Hablaban bajo. Se puso a revisar la biblioteca. Ellos ya se iban retirando de la mesa y se acomodaban alrededor de la mecedora con la esperanza de que el taller de lectura funcionara aquel día. Retiraba un libro y lo ojeaba estudiando la posibilidad de que fuera aquel y no otro el elegido. Encontró un libro sin tapas. Lo retiró y miró su primera página. Sólo tenía el título. El adiós. Se sentó y se puso a leer.
-Fijaos bien al cruzar la vía-
La despeinamos cariñosamente y la cubrimos de besos y tiernos abrazos.