3 de noviembre de 2016

municipalismo libertario


Oda by Polo






Aquí os traigo un capítulo de un libro leído hace poco. [Las políticas de la ecología social / Municipalismo Libertario. Janet Biehl, con una entrevista a Murray Bookchin] Autor este último del que estoy comenzado a leer “La ecología de la libertad, la emergencia y la disolución de las jerarquías”. Os dejo el décimo, de los 15 cap. que suman este espléndido esfuerzo. Aunque confieso que en un principio me costó adaptar el oído al mensaje tan diáfano de Janet Biehl...
La dependencia del Estado-Nación síndrome que conlleva resentimiento hacia los habitantes hace de casi todo un mismo acorde monótono pero siniestro. Pues esta dependencia es recíproca. Explicarlo, no nos lleva a ninguna parte. Nos es regalada la opción de ser/seres inútiles. La pereza, actúa después, en todas sus variadas formas. A veces, se asemejan a un himno. 
El militarismo, el militantismo, sin embargo aporta otro tipo de relación tautológica dentro de las relaciones de poder entre los seres humanos. Útiles en la medida de su expresión. 

NO quieroE xtenderme, bien es cierto que es preciso una lectura del municipalismo libertario europeo, sin la pesadumbre de los clásicos. Y torpedear este sistema.
De
una
vez.





CAPÍTULO  _10

Localismo

e interdependencia




En las mentes de muchas personas reflexivas, surgen algunos interrogantes, cuando se plantean la perspectiva de una profusión de asambleas municipales salpicando el paisaje, cada una de ellas tomando decisiones de forma autónoma, le despierta interrogantes. La democracia directa y la ciudadanía participativa suenan muy bien sobre el papel, admitirían, pero el resultado de este tipo de fragmentación no sería probablemente el aumento de poder del pueblo, sino el caos. Cada asamblea intentaría probablemente anteponer sus propios intereses a expensas de todos los demás.
Además objetarían, las sociedades industriales modernas son demasiado grandes y demasiado complejas como para ser dirigidas por entidades políticas pequeñas como pueblos y barrios. La vida económica, muy particularmente, está entrelazada y globalizada que difícilmente podría esperarse que las comunidades locales tomaran decisiones fundadas con la eficacia que exigen la producción y el comercio. Por su propia naturaleza, nuestras sociedades para no colapsarse necesitan un gobierno de gran escala. El estado es el instrumento perfecto para este propósito, nos aseguran, pues permite que se puedan tomar decisiones políticas y se apliquen sobre un área extensa.
Incluso los pensadores de inclinación socialista o utopista, que deseen reemplazar la economía competitiva de mercado de la sociedad actual por una economía cooperativa, es posible, que tengan dudas acerca de la democracia municipal. Ninguna municipalidad aislada objetan, aunque democrática, sería capaz de resistir las presiones de la gran economía y los intereses de clase por sí sola. Para llegar a una sociedad cooperativa, sostienen, sería indispensable el Estado —es más, un Estado con gran cantidad de poder— para reprimir el irrefrenable impulso de las empresas capitalistas por obtener beneficios.
Otros críticos objetarán, además, que las comunidades pequeñas, en virtud de su aislamiento, tienen tendencia a convertirse en provincianas. Incluso en la actual sociedad interconectada, las localidades se autocomplacen en sus costumbres distintivas y características; pero si el avance de la visión política fuera reducido por debajo del nivel nacional actual, hasta el comparativamente minúsculo nivel de el pueblo y el barrio, es posible que se replegaran en sí misma a costa de una asociación más amplia. Es posible que se conviertan en guardianes reaccionarios de costumbres locales que en realidad son injustas y discriminatorias. Y si se pusieran en duda, es posible que se conviertan en sus defensoras y que incluso desarrollaran sentimientos chovinistas. Podría generarse una especie de tribalismo municipal, un tribalismo que amparara en su interior injusticias e incluso tiranías.
Los ciudadanos de una municipalidad chovinista podrían incluso decidir, democráticamente, por mayoría en una asamblea de ciudadanos, que sólo los blancos podrían vivir en su comunidad. Podrían decidir de forma pública discriminar a la gente de color. Podrían decidir excluir a las mujeres de la vida pública, o a gays y lesbianas, o a cualquier otro grupo. Sin el poder del Estado-nación para hacer cumplir las leyes contra la discriminación, afirmarían estos críticos, los derechos civiles se convertirían en papel mojado. Con frecuencia, en la política norteamericana tradicional han sido las tendencias “descentralizadoras” —que reclaman los “derechos de los estados”(que forman los EEUU)— las que han abogado por la supremacía blanca y la exclusión de los negros de la vida política.
Finalmente, aquellos que se oponen al localismo municipalista afirman que los problemas medioambientales no reconocen las fronteras políticas puestas por los hombres. Supongamos que un pueblo está vertiendo sus aguas residuales sin tratar a un río, río del que los pueblos que se hallan más abajo obtienen su agua potable. Este tipo de problema debe ser abordado a un nivel jurídico mayor que el de la municipalidad. Sólo el Estado, que se encuentra por encima, nos dicen, con los instrumentos de coacción que tiene a su disposición, podría incluso impedir que el pueblo que se encuentra más arriba estropeara el abastecimiento común del agua.


Más que ir tras esquemas utópicos e irrealizables de democracia directa, concluyen todos estos diversos argumentos, la gente que persigue la creación de una sociedad mejor debería trabajar para mejorar el sistema existente, debería intentar aumentar la representación popular en el Estado. Es cierto que el Estado-nación no otorga el poder de tomar decisiones a las personas corrientes. En general, aun cuando el Estado sea culpable de algunos abusos, es necesario para prevenir abusos mayores.
Superficialmente, la causa estatista puede parecer convincente. En primer lugar, es verdad que el mundo actual es complejo. Pero la complejidad de la sociedad no es tal que necesite el control del Estado. Gran parte la genera el mismo Estado así como las formas de la empresa capitalista. Eliminando el Estado-nación y el capitalismo se simplificaría enormemente la sociedad mediante la supresión de sus grandes “complejidades” burocráticas.
En segundo lugar, aunque la discriminación y otras violaciones de los derechos humanos pueden aparecer en sociedades sin Estado, también pueden aparecer en sociedades con Estado, y lo han hecho con bastante frecuencia. Los Estados-nación son responsables de abusos que van desde la discriminación racial al apartheid, de la esclavitud al genocidio, del trabajo infantil al patriarcalismo y la persecución de las minorías sexuales. Es más, las violaciones de los derechos humanos han sido perpetradas en su mayoría por Estados.
Finalmente, es seguramente verdad que muchos problemas sociales y medioambientales van más allá de las fronteras municipales, y que ninguna municipalidad puede abordarlos razonablemente por sí sola. Y es verdad que algunas municipalidades pueden tomar una actitud cerrada de miras y transgredir las libertades de otras. Lo pequeño no es en absoluto necesariamente bello, y la autonomía municipal no garantizaba por sí misma que las municipalidades sean ilustradas y libres. Por último, es verdad que la municipalidad es relativamente poderosa para desafiar las grandes fuerzas sociales: luchando aisladamente apenas si representará una amenaza para nadie
Las críticas estatistas son correctas, por lo que se refiere a sus objeciones a este tipo de localismo. Pero a pesar de que el municipalismo libertario se centra en el aumento de poder político local, no es estrictamente una filosofía localista. Reconoce que es necesario algún tipo de organización transmunicipal si es que los ciudadanos quieren crear y gobernar una sociedad libre y democrática. Un localismo y una descentralización absolutos tendrían consecuencias tan indeseables, como mínimo, como las evocadas por los estatistas.





Localismo

y descentralización

Cuando la mayoría de los pensadores políticos ecologistas radicales de hoy se plantean la simple cuestión de cómo crear una sociedad alternativa, piensan en la simplificación de un estilo de vida y la construcción de hábitats sencillos a nivel local que se adapten a este estilo. Deberíamos abandonar el modelo de consumismo insaciable que nos impone hoy esta sociedad, argumentan y concebirnos a nosotros mismos como miembros de una bioregión; es decir, un espacio natural delimitado por una frontera natural, como una división de aguas o una cadena montañosa. Deberíamos reducir el número de bienes que creemos necesitar, y la sociedad debería abandonar la tecnología que está aruinando (presumiblemente) la naturaleza. Los habitantes de las naciones más ricas, sobre todo, deberán disminuir drásticamente sus niveles de consumo y desmantelar la base tecnológica de la producción económica.
En lugar de la sociedad de grandes centros comerciales, deberíamos construir una sociedad descentralizada, en la que nuestro propio “hogar”, nuestra propia localidad se convirtiera en tan autosuficiente como pudiéramos hacerla. Deberíamos hacer productos locales, utilizando herramientas sencillas; deberíamos crear cooperativas locales —por ejemplo, de alimentación—, deberíamos cultivar nuestros propios alimentos en la medida que nos fuera posible; deberíamos prescindir del dinero, si pudiéramos, y adoptar el trueque o una moneda alternativa. Las comunidades locales que sean autosuficientes podrían ser capaces de sobrevivir por sí mismas, al margen de la corriente principal de la sociedad. Gradualmente este tipo de comunidades se multiplicaría, creando una sociedad a escala más humana y no perjudicial para el medioambiente.
Este tipo de llamamientos bioregionalistas tienen algunos puntos de coincidencia con el municipalismo libertario, especialmente con sus objeciones a la economía competitiva, al consumo de bienes y a la creación de necesidades artificiales, así como su deseo de reconstruir la sociedad siguiendo una línea más ecológica. Y ambos, el bioregionalismo y el municipalismo libertario, dan gran importancia a realzar el valor de las localidades, ambos exigen la descentralización de la sociedad.
Pero muchas de estas similitudes son superficiales. Aunque el municipalismo libertario intenta revigorizar el nivel local, considera completamente insuficiente la autoconfianza local como principio a través del cual reconstruir la sociedad y nuestra relación con el entorno natural. Ninguna localidad, ni tan siquiera una que practique la democracia directa, puede bastarse por sí misma. Aunque podemos esforzarnos en descentralizar la producción, la autosuficiencia completa no sólo es imposible, sino indeseable. Todos los tipos de municipalidad son interdependientes entre sí, o deberían serlo, y tienen muchos asuntos en común. Las comunidades sueltas jamás deberían ser autónomas en su vida económica. Cualquier comunidad necesita muchos más recursos, más materias primas, de las que pueda obtener de sus tierras. La interdependencia económica es sencillamente un hecho; no es una consecuencia de la economía competitiva de mercado o capitalismo, sino una consecuencia de la vida social como tal, como mínimo desde el neolítico. Incluso los agricultores y los obreros especializados son interdependientes: los agricultores dependen de las minas, fábricas y forjas para la producción de arados, azadas, palas, etc.; mientras que los obreros espececializados necesitan herramientas y materias primas que provienen de una gran variedad de fuentes.

El municipalismo libertario tampoco eliminaría muchas de las tecnologías de producción ya existentes. Tomemos por ejemplo la creencia popular ecomística de que la tecnología es la causa de la crisis ecológica. La mayoría de las tecnologías son moralmente neutrales (la energía nuclear de cualquier tipo es una excepción obvia); no son las tecnologías las que causan la destrucción ecológica sino los órdenes sociales, especialmente el capitalismo, que las usasn con fines destructivos. La mayor parte de las tecnologías pueden ser usadas para fines que pueden ser nobles o mezquinos; son simplemente un reflejo de las consecuencias de las relaciones sociales en las que se encuentran enmarcadas.
Con toda seguridad, un objetivo noble por el que se usan hoy muchas tecnologías es la reducción o eliminación del trabajo. Aquellos que abogan por vivir sencillamente, usando sólo las tecnologías más simples, parecen no darse cuenta de que una comunidad “simplificada” intentara producir todo lo que sus habitantes necesitan usando herramientas sólo hechas de forma artesanal y tecnologías agrícolas sencillas, sus días estarían llenos de un trabajo deslomador, al estilo del que prevalecía antes de la revolución industrial. Este tipo de trabajo no sólo envejecía de forma prematura, especialmente a las mujeres, sino que también les dejaba poco tiempo para participar en la vida política.
Por lo tanto, si la gente ha de ser capaz de participar plenamente como ciudadanos en la vida política, tal y como se pretende, debe tener una base económica y tecnológica que le proporcione el suficiente tiempo libre para hacerlo; de otro modo, las exigencias de supervivencia y la seguridad personal en el ámbito privado prevalecerán sobre la participación política.
Afortunadamente, la creación de una sociedad descentralizada y ecológica no requeriría una vuelta al trabajo oneroso. La ecología social (conjunto de ideas de las que el municipalismo libertario es su dimensión política) reconoce que el enorme crecimiento de las fuerzas productivas en los tiempos modernos ha convertido en dudoso el problema de la escasez material de la antigüedad. Hoy, la tecnología se ha desarrollado suficientemente como para hacer posible un gran aumento del tiempo libre, mediante la automatización del trabajo monótomo y penoso, para vivir con seguridad y confort, racional y ecológicamente, para fines sociales más allá de los meramente privados, están potencialemente al alcance de todos los pueblos del mundo.


En las sociedades actuales, desgraciadamente, esa promesa de fin de la escasez, de suficiencia de medios de vida y aumento del tiempo libre, no se ha visto cumplida, una vez más, no porque la tecnología se mala, ssino porque lo es el orden social que hace uno de ella. En la sociedad del presente, la automatización ha comportado con más frecuencia dificultades que tiempo libre: lo normal es que traiga consigo desempleo, que pone a la gente en situación de no poder ganarse la vida, o largas horas de trabajo mal pagado. Una sociedad ecológica, eliminando el orden social que crea ambos problemas, desarrollaría plenamente el potencial de la tecnología para crear una sociedad de la postescasez. Mantendría la mayor parte de la infraestuctura tecnológica actual, incluyendo las plantas industriales automatizadas, y usaría la producción para satisfacer las necesidades básicas de la vida (estas plantas serían reconvertidas como mínimo para que se alimentaran de energías limpias y renovables en lugar de combustibles fósiles). Las máquinas producirían bienes suficientes para satistacer las necesidades individuales y eliminar la mayor parte del trabajo oneroso, de forma que los hombres y mujeres tendrían tiempo libre suficiente tanto para participar de la vida política como para disfrutar de una vida personal rica yllena de sentido.
Si la capacidad para terminar con la escasez material se ha conseguido parcialmente gracias al desarrollo de la producción, esta potenciabilidad debería acabar de cumplirse por completo realizando los cambios necesarios en el campo de la distribución. Es decir, no debería ser un grupo el que se apropiara de los frutos de las fuerzas productivas y el que pusiera al alcance del resto del mundo vendiéndoselos, tal y como ocurre hoy. Al contrario, los frutos de la producción deberían compartirse, deberían ser distribuidos de acuerdo con las necesidades de la gente, guiándose por una actitud de responsabilidad pública a la vez que por la razón.
Compartir implica la existencia de comunicación, tolerancia, ideas rejuvenecedoras, un horizonte social más amplio y fertilización intercultural —lo que también ayudaría a prevenir la aparición del chovinismo y del fanatismo. Pero en una sociedad ecológica, el hecho de compartir —una distribución equitativa— no sería sólo un principio moral. Para que la promesa de acabar con la escasez se cumpliera tendría que ser institucionalizada; tendría que adoptar una forma social concreta a través de un amplio principio de cooperación organizada.
Esta cooperación organizada emanaría de la interdependencia de las propias municipalidades democratizadas, especialmente por lo que se refiere a su vida económica, a las cuestiones ecológicas y a asuntos de derechos humanos. Es decir, las municipalidades democratizadas no serían tan sólo interdependientes, sino que institucionalizarían su interdependencia a través de la democracia directa.





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