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Oda by Polo |
Aquí
os traigo un capítulo de un libro leído hace poco. [Las políticas de la
ecología social / Municipalismo Libertario. Janet Biehl, con una entrevista a
Murray Bookchin] Autor este último del que estoy comenzado a leer “La
ecología de la libertad, la emergencia y la disolución de las jerarquías”. Os
dejo el décimo, de los 15 cap. que suman este espléndido esfuerzo. Aunque
confieso que en un principio me costó adaptar el oído al mensaje tan diáfano de
Janet Biehl...
La
dependencia del Estado-Nación síndrome que conlleva resentimiento hacia los
habitantes hace de casi todo un mismo acorde monótono pero siniestro. Pues esta
dependencia es recíproca. Explicarlo, no nos lleva a ninguna parte. Nos es
regalada la opción de ser/seres inútiles. La pereza, actúa después, en todas
sus variadas formas. A veces, se asemejan a un himno.
El
militarismo, el militantismo, sin embargo aporta otro tipo de relación
tautológica dentro de las relaciones de poder entre los seres humanos. Útiles en
la medida de su expresión.
NO
quieroE xtenderme, bien es cierto que es preciso una lectura del municipalismo
libertario europeo, sin la pesadumbre de los clásicos. Y torpedear este
sistema.
De
una
vez.
CAPÍTULO _10
Localismo
e interdependencia
En
las mentes de muchas personas reflexivas, surgen algunos interrogantes, cuando
se plantean la perspectiva de una profusión de asambleas municipales salpicando
el paisaje, cada una de ellas tomando decisiones de forma autónoma, le
despierta interrogantes. La democracia directa y la ciudadanía participativa
suenan muy bien sobre el papel, admitirían, pero el resultado de este tipo de
fragmentación no sería probablemente el aumento de poder del pueblo, sino el caos.
Cada asamblea intentaría probablemente anteponer sus propios intereses a
expensas de todos los demás.
Además
objetarían, las sociedades industriales modernas son demasiado grandes y
demasiado complejas como para ser dirigidas por entidades políticas pequeñas
como pueblos y barrios. La vida económica, muy particularmente, está
entrelazada y globalizada que difícilmente podría esperarse que las comunidades
locales tomaran decisiones fundadas con la eficacia que exigen la producción y
el comercio. Por su propia naturaleza, nuestras sociedades para no colapsarse
necesitan un gobierno de gran escala. El estado es el instrumento perfecto para
este propósito, nos aseguran, pues permite que se puedan tomar decisiones
políticas y se apliquen sobre un área extensa.
Incluso
los pensadores de inclinación socialista o utopista, que deseen reemplazar la
economía competitiva de mercado de la sociedad actual por una economía
cooperativa, es posible, que tengan dudas acerca de la democracia municipal.
Ninguna municipalidad aislada objetan,
aunque democrática, sería capaz de resistir las presiones de la gran economía y
los intereses de clase por sí sola. Para llegar a una sociedad cooperativa,
sostienen, sería indispensable el Estado —es más, un Estado con gran cantidad
de poder— para reprimir el irrefrenable impulso de las empresas capitalistas
por obtener beneficios.
Otros
críticos objetarán, además, que las comunidades pequeñas, en virtud de su
aislamiento, tienen tendencia a convertirse en provincianas. Incluso en la actual
sociedad interconectada, las localidades se autocomplacen en sus costumbres
distintivas y características; pero si el avance de la visión política fuera
reducido por debajo del nivel nacional actual, hasta el comparativamente
minúsculo nivel de el pueblo y el barrio, es posible que se replegaran en sí
misma a costa de una asociación más amplia. Es posible que se conviertan en
guardianes reaccionarios de costumbres locales que en realidad son injustas y
discriminatorias. Y si se pusieran en duda, es posible que se conviertan en sus
defensoras y que incluso desarrollaran sentimientos chovinistas. Podría
generarse una especie de tribalismo municipal, un tribalismo que amparara en su
interior injusticias e incluso tiranías.
Los
ciudadanos de una municipalidad chovinista podrían incluso decidir,
democráticamente, por mayoría en una asamblea de ciudadanos, que sólo los
blancos podrían vivir en su comunidad. Podrían
decidir de forma pública discriminar a la gente de color. Podrían decidir excluir a las mujeres de la vida pública, o a gays
y lesbianas, o a cualquier otro grupo. Sin el poder del Estado-nación para
hacer cumplir las leyes contra la discriminación, afirmarían estos críticos,
los derechos civiles se convertirían en papel mojado. Con frecuencia, en la política
norteamericana tradicional han sido las tendencias “descentralizadoras” —que
reclaman los “derechos de los estados”(que forman los EEUU)— las que han abogado por la supremacía blanca y la exclusión de
los negros de la vida política.
Finalmente,
aquellos que se oponen al localismo municipalista afirman que los problemas
medioambientales no reconocen las fronteras políticas puestas por los hombres.
Supongamos que un pueblo está vertiendo sus aguas residuales sin tratar a un
río, río del que los pueblos que se hallan más abajo obtienen su agua potable.
Este tipo de problema debe ser abordado a un nivel jurídico mayor que el de la
municipalidad. Sólo el Estado, que se encuentra por encima, nos dicen, con los
instrumentos de coacción que tiene a su disposición, podría incluso impedir que
el pueblo que se encuentra más arriba estropeara el abastecimiento común del
agua.
Más
que ir tras esquemas utópicos e irrealizables de democracia directa, concluyen
todos estos diversos argumentos, la
gente que persigue la creación de una sociedad mejor debería trabajar para
mejorar el sistema existente, debería intentar aumentar la representación
popular en el Estado. Es cierto que el Estado-nación no otorga el poder de
tomar decisiones a las personas corrientes. En general, aun cuando el Estado
sea culpable de algunos abusos, es necesario para prevenir abusos mayores.
Superficialmente,
la causa estatista puede parecer convincente. En primer lugar, es verdad que el
mundo actual es complejo. Pero la complejidad de la sociedad no es tal que
necesite el control del Estado. Gran parte la genera el mismo Estado así como
las formas de la empresa capitalista. Eliminando el Estado-nación y el
capitalismo se simplificaría enormemente la sociedad mediante la supresión de
sus grandes “complejidades” burocráticas.
En
segundo lugar, aunque la discriminación y otras violaciones de los derechos
humanos pueden aparecer en sociedades sin Estado, también pueden aparecer en
sociedades con Estado, y lo han hecho con bastante frecuencia. Los
Estados-nación son responsables de abusos que van desde la discriminación
racial al apartheid, de la esclavitud
al genocidio, del trabajo infantil al patriarcalismo y la persecución de las
minorías sexuales. Es más, las violaciones de los derechos humanos han sido
perpetradas en su mayoría por Estados.
Finalmente,
es seguramente verdad que muchos problemas sociales y medioambientales van más
allá de las fronteras municipales, y que ninguna municipalidad puede abordarlos
razonablemente por sí sola. Y es
verdad que algunas municipalidades pueden tomar una actitud cerrada de miras y
transgredir las libertades de otras. Lo pequeño no es en absoluto
necesariamente bello, y la autonomía municipal no garantizaba por sí misma que
las municipalidades sean ilustradas
y libres. Por último, es verdad que la municipalidad es relativamente poderosa
para desafiar las grandes fuerzas sociales: luchando aisladamente apenas si
representará una amenaza para nadie
Las
críticas estatistas son correctas, por lo que se refiere a sus objeciones a
este tipo de localismo. Pero a pesar de que el municipalismo libertario se
centra en el aumento de poder político local, no es estrictamente una filosofía localista. Reconoce que es necesario algún
tipo de organización transmunicipal si es que los ciudadanos quieren crear y
gobernar una sociedad libre y democrática. Un localismo y una descentralización absolutos tendrían consecuencias tan
indeseables, como mínimo, como las evocadas por los estatistas.
Localismo
y descentralización
Cuando
la mayoría de los pensadores políticos ecologistas radicales de hoy se plantean
la simple cuestión de cómo crear una sociedad alternativa, piensan en la
simplificación de un estilo de vida y la construcción de hábitats sencillos a
nivel local que se adapten a este estilo. Deberíamos abandonar el modelo de
consumismo insaciable que nos impone hoy esta sociedad, argumentan y
concebirnos a nosotros mismos como miembros de una bioregión; es decir, un
espacio natural delimitado por una frontera natural, como una división de aguas
o una cadena montañosa. Deberíamos reducir el número de bienes que creemos
necesitar, y la sociedad debería abandonar la tecnología que está aruinando
(presumiblemente) la naturaleza. Los habitantes de las naciones más ricas, sobre
todo, deberán disminuir drásticamente sus niveles de consumo y desmantelar la
base tecnológica de la producción económica.
En
lugar de la sociedad de grandes centros comerciales, deberíamos construir una
sociedad descentralizada, en la que nuestro propio “hogar”, nuestra propia
localidad se convirtiera en tan autosuficiente como pudiéramos hacerla.
Deberíamos hacer productos locales, utilizando herramientas sencillas;
deberíamos crear cooperativas locales —por ejemplo, de alimentación—,
deberíamos cultivar nuestros propios alimentos en la medida que nos fuera
posible; deberíamos prescindir del dinero, si pudiéramos, y adoptar el trueque
o una moneda alternativa. Las comunidades locales que sean autosuficientes
podrían ser capaces de sobrevivir por sí mismas, al margen de la corriente
principal de la sociedad. Gradualmente este tipo de comunidades se
multiplicaría, creando una sociedad a escala más humana y no perjudicial para
el medioambiente.
Este
tipo de llamamientos bioregionalistas tienen algunos puntos de coincidencia con
el municipalismo libertario, especialmente con sus objeciones a la economía
competitiva, al consumo de bienes y a la creación de necesidades artificiales,
así como su deseo de reconstruir la sociedad siguiendo una línea más ecológica.
Y ambos, el bioregionalismo y el municipalismo libertario,
dan gran importancia a realzar el valor de las localidades, ambos exigen la
descentralización de la sociedad.
Pero
muchas de estas similitudes son superficiales. Aunque el municipalismo libertario
intenta revigorizar el nivel local, considera completamente insuficiente la
autoconfianza local como principio a través del cual reconstruir la sociedad y
nuestra relación con el entorno natural. Ninguna localidad, ni tan siquiera una
que practique la democracia directa, puede bastarse por sí misma. Aunque
podemos esforzarnos en descentralizar la producción, la autosuficiencia
completa no sólo es imposible, sino indeseable. Todos los tipos de
municipalidad son interdependientes entre sí, o deberían serlo, y tienen muchos
asuntos en común. Las comunidades sueltas jamás deberían ser autónomas en su
vida económica. Cualquier comunidad necesita muchos más recursos, más materias
primas, de las que pueda obtener de sus tierras. La interdependencia económica
es sencillamente un hecho; no es una consecuencia de la economía competitiva de
mercado o capitalismo, sino una consecuencia de la vida social como tal, como
mínimo desde el neolítico. Incluso los agricultores y los obreros
especializados son interdependientes: los agricultores dependen de las minas,
fábricas y forjas para la producción de arados, azadas, palas, etc.; mientras
que los obreros espececializados necesitan herramientas y materias primas que
provienen de una gran variedad de fuentes.
El
municipalismo libertario tampoco eliminaría muchas de las tecnologías de
producción ya existentes. Tomemos por ejemplo la creencia popular ecomística de
que la tecnología es la causa de la crisis ecológica. La mayoría de las
tecnologías son moralmente neutrales (la energía nuclear de cualquier tipo es
una excepción obvia); no son las tecnologías las que causan la destrucción
ecológica sino los órdenes sociales, especialmente el capitalismo, que las
usasn con fines destructivos. La mayor parte de las tecnologías pueden ser
usadas para fines que pueden ser nobles o mezquinos; son simplemente un reflejo
de las consecuencias de las relaciones sociales en las que se encuentran
enmarcadas.
Con
toda seguridad, un objetivo noble por el que se usan hoy muchas tecnologías es
la reducción o eliminación del trabajo. Aquellos que abogan por vivir
sencillamente, usando sólo las tecnologías más simples, parecen no darse cuenta
de que una comunidad “simplificada” intentara producir todo lo que sus
habitantes necesitan usando herramientas sólo hechas de forma artesanal y
tecnologías agrícolas sencillas, sus días estarían llenos de un trabajo
deslomador, al estilo del que prevalecía antes de la revolución industrial.
Este tipo de trabajo no sólo envejecía de forma prematura, especialmente a las
mujeres, sino que también les dejaba poco tiempo para participar en la vida
política.
Por
lo tanto, si la gente ha de ser capaz de participar plenamente como ciudadanos
en la vida política, tal y como se pretende, debe tener una base económica y
tecnológica que le proporcione el suficiente tiempo libre para hacerlo; de otro
modo, las exigencias de supervivencia y la seguridad personal en el ámbito
privado prevalecerán sobre la participación política.
Afortunadamente,
la creación de una sociedad descentralizada y ecológica no requeriría una
vuelta al trabajo oneroso. La ecología social (conjunto de ideas de las que el
municipalismo libertario es su dimensión
política) reconoce que el enorme crecimiento de las fuerzas productivas en los
tiempos modernos ha convertido en dudoso el problema de la escasez material de
la antigüedad. Hoy, la tecnología se ha desarrollado suficientemente como para
hacer posible un gran aumento del tiempo libre, mediante la automatización del
trabajo monótomo y penoso, para vivir con seguridad y confort, racional y
ecológicamente, para fines sociales más allá de los meramente privados, están
potencialemente al alcance de todos los pueblos del mundo.
En
las sociedades actuales, desgraciadamente, esa promesa de fin de la escasez, de suficiencia de medios de vida y aumento del
tiempo libre, no se ha visto cumplida, una vez más, no porque la tecnología se
mala, ssino porque lo es el orden social que hace uno de ella. En la sociedad
del presente, la automatización ha comportado con más frecuencia dificultades
que tiempo libre: lo normal es que traiga consigo desempleo, que pone a la
gente en situación de no poder ganarse la vida, o largas horas de trabajo mal
pagado. Una sociedad ecológica, eliminando el orden social que crea ambos
problemas, desarrollaría plenamente el potencial de la tecnología para crear
una sociedad de la postescasez. Mantendría la mayor parte de la infraestuctura
tecnológica actual, incluyendo las plantas industriales automatizadas, y usaría
la producción para satisfacer las necesidades básicas de la vida (estas plantas
serían reconvertidas como mínimo para que se alimentaran de energías limpias y
renovables en lugar de combustibles fósiles). Las máquinas producirían bienes
suficientes para satistacer las necesidades individuales y eliminar la mayor
parte del trabajo oneroso, de forma que los hombres y mujeres tendrían tiempo
libre suficiente tanto para participar de la vida política como para disfrutar
de una vida personal rica yllena de sentido.
Si
la capacidad para terminar con la escasez material se ha conseguido
parcialmente gracias al desarrollo de la producción, esta potenciabilidad
debería acabar de cumplirse por completo realizando los cambios necesarios en
el campo de la distribución. Es decir, no debería ser un grupo el que se
apropiara de los frutos de las fuerzas productivas y el que pusiera al alcance
del resto del mundo vendiéndoselos, tal y como ocurre hoy. Al contrario, los
frutos de la producción deberían compartirse, deberían ser distribuidos de acuerdo
con las necesidades de la gente, guiándose por una actitud de responsabilidad
pública a la vez que por la razón.
Compartir
implica la existencia de comunicación, tolerancia, ideas rejuvenecedoras, un
horizonte social más amplio y fertilización intercultural —lo que también
ayudaría a prevenir la aparición del chovinismo y del fanatismo. Pero en una
sociedad ecológica, el hecho de compartir —una distribución equitativa— no
sería sólo un principio moral. Para que la promesa de acabar con la escasez se
cumpliera tendría que ser institucionalizada; tendría que adoptar una forma
social concreta a través de un amplio principio de cooperación organizada.
Esta
cooperación organizada emanaría de la interdependencia de las propias
municipalidades democratizadas, especialmente por lo que se refiere a su vida
económica, a las cuestiones ecológicas y a asuntos de derechos humanos. Es
decir, las municipalidades democratizadas no serían tan sólo interdependientes,
sino que institucionalizarían su interdependencia a través de la democracia
directa.
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