MASA
ABIERTA Y MASA CERRADA*
Un
fenómeno tan enigmático como universal es el de la masa que surge de repente
allí donde antes no había nada. Puede que ya se hubieran reunido unas cuantas
personas, cinco, diez o doce, no más. Nada se había anunciado, nada se esperaba.
Y de pronto todo se llena de gente. Por todos lados afluyen más, es como si las
calles tuvieran una sola dirección. Muchos no saben qué ha ocurrido, no tienen
nada que responder a ninguna pregunta, pero sí prisa por llegar allí donde está
la mayoría. En sus movimientos hay una determinación que se diferencia muy bien
del modo como se manifiesta una curiosidad habitual. Se diría que el movimiento
de unos contagia a los otros, pero no es solamente eso, hay algo más: tienen
una meta, y esa meta está ahí antes de que hayan encontrado palabras para
designarla: es la zona de mayor densidad, el lugar donde se ha congregado la
mayoría de la gente.
Varias cosas habrá que decir sobre esta forma extrema de la masa espontánea. Allí donde se origina, en su núcleo propiamente dicho, no es tan espontánea como parece. Pero si prescindimos de las cinco, diez o doce personas a partir de las cuales se originó, el resto sí que lo es. En cuanto empieza a existir, desea incrementar su número. La compulsión a crecer es la primera y suprema característica de la masa. Esta aspira a incorporar a todo el que se ponga a su alcance. Quienquiera que tenga forma humana podrá formar parte de ella. La masa natural es la masa abierta: su crecimiento no tiene límites prefijados. No reconoce casas, puertas ni cerraduras; quienes se encierran ante ella le resultan sospechosos. “Abierta” debe entenderse aquí en un sentido amplio: la masa lo es en todas partes y en cualquier dirección. La masa abierta existirá mientras siga creciendo. Su desintegración empezará en cuanto deje de crecer.
Pues con la misma rapidez con la que surge, la masa se desintegra. En esta forma espontánea, es una entidad vulnerable. Su apertura, que le permite seguir creciendo, la pone al mismo tiempo en peligro. Siempre permanece vivo en ella el presentimiento de la desintegración que la amenaza y de la que intenta evadirse mediante un crecimiento acelerado. Mientras puede lo incorpora todo; pero porque lo incorpora todo tiene que desintegrarse.
En oposición a la masa abierta, que puede crecer sin límite alguno, que está en todas partes y precisamente por eso reclama un interés universal, se halla la masa cerrada.
Ésta renuncia al crecimiento y se concentra sobre todo en su permanencia. Lo que primero llama la atención en ella es el límite. La masa cerrada busca establecerse, creando su propio espacio al limitarse; el espacio que va a llenar le es asignado. Es comparable a un recipiente en el que se vierte líquido y cuya capacidad se conoce de antemano. Los accesos a ese espacio están contados y no se puede entrar en él de cualquier manera. El límite se respeta, ya sea de piedra o de mampostería sólida. Quizá sea precisa alguna ceremonia de admisión particular; quizá para ingresar haya que pagar cierta cantidad. Cuando el espacio ya está suficientemente lleno, no se admite a nadie más. Incluso cuando se desborda, la masa densa en el espacio cerrado continúa siendo lo más importante, y quienes se han quedado fuera no forman realmente parte de ella.
El límite impide un incremento incontrolado, pero también dificulta y retarda la desintegración. La masa gana en estabilidad lo que sacrifica en posibilidad de crecimiento. Se halla protegida de incidencias externas que podrían resultarle hostiles y peligrosas. Pero sobre todo cuenta con la repetición. Ilusionada ante la perspectiva de reconstituirse, la masa supera cada vez su propia disolución. El edificio la espera, está ahí para ella y, mientras siga ahí, quienes integran la masa volverán a congregarse de la misma manera. El espacio seguirá perteneciéndoles aun en el periodo de bajamar, e incluso vacío les recordará la pleamar.